Gallos, sangre torera, manantial de sabor añejo que a las calles de la Ciudad Mariana da vida. El toro y María, dos religiones paralelas pero equiparables por sus rituales y fieles. En medio, una familia, pero no cualquiera, que hizo lazos entre esas dos religiones.

No de San Basilio a San Gil como reza la salve. Fue de San Lorenzo a San Gil, pues Doña Gabriela, la bailaora, al igual que el que escribe, sentía fervor por su Soledad. Y fue esa hermandad la que cobijó espiritualmente a los Gallo, y tal era el vínculo, que la Soledad hizo en 1918 una visita al balcón de los Gómez-Ortega, en su salida procesional por las calles del barrio.

Hasta que llegó el más genio. Gallito fue el único Gallo macareno. Su toreo, tan completo como perfecto, es la analogía más cercana a la regidora de San Gil. La frónesis, pero algarabía de perfecciones imperfectas, ambos molde y ejemplo para el resto de toreros y palios. Porque la mecida de sus bambalinas es el quiquiriquí con el que José quiebra a un toro encastado. Y el efímero éxtasis de una levantá, no es ni más ni menos que el de una estocada con la que José triunfa.

Amor de madre que, con unas mariquillas compensó lo debido a quien todo era para él, con el permiso de la que lo parió. Y así le lleva siempre en el pecho. Pero si algo tienen en común es que ambos son queridos y adorados por Sevilla entera.

Y fíjense si la Macarena

quiere tanto a su torero,

que hasta se vistió de luto

cuando cayó en el albero.

Por Pablo Pineda