Ocurrió un 10 de octubre del año 99, cuando el toreo moderno daba sus últimas bocanadas de aire para dejar paso a la posmodernidad. Fueron a juntarse un Victorino: Portillo, y un Torero: Luis Francisco Esplá, grande entre los grandes de la tauromaquia.

Y, como casi todas las cosas delicadas, especiales y sensibles que ocurren en el mundo, fue la casualidad la que fue a unirlos e inmortalizarlos.

Ese toro Portillo, que bien podría haber estado representado en alguna de las pinturas rupestres de Altamira o Lascaux, le tocó en suerte al Califa, pero lo prendió, se lo echó a los lomos y tuvo que ser intervenido en la enfermería. Es justo en ese momento cuando comienza nuestra historia:

Sale, ataviado con un terno azul y oro y con la montera puesta, Esplá y se va hacia los medios, donde se encontraba Portillo. Como toda buena historia, que se empieza a escribir con la izquierda, comienza por naturales en una tanda cuajada y de buen gusto, con tintes en sepia y con el mejor de los mandos del toreo: la naturalidad. Por su parte, nuestro toro, Portillo, aún embiste franco, pero sabe todo lo que se hace y no da puntada sin hilo, buscando a Esplá por cada hueco y casi consiguiéndolo cuando éste le da el de pecho. Sonríe Luis Francisco al toro, sabe que ahí está un animal bravo y quiere que se luzca, y concederle el honor de ser recordado. Sigue por naturales, con tanto o más gusto que en la anterior, y nuestro Portillo se va haciendo con el tiempo que le marca Esplá, sabiendo que tiene un buen torero delante y no queriendo más hacerle pasar malos tragos, pero sin vender barata su vida. Luis Francisco se vuelve a perfilar por naturales y redondea de forma sublime la tanda, haciendo levantarse de su asiento a Madrid entero. Se aleja unos segundos y le da a Portillo un respiro, dejándole que coja aliento.

Esplá sigue gustándose por el izquierdo, y cada vez hace que Portillo embista mejor, más tranquilo, y a cambio Portillo le embiste cada vez más despacio y se le va entregando más, no sin recordarle con algún achuchón que es un Victorino. Decide Esplá, ya, cambiar la ayuda por la espada y acabar con el enorme toro. Para rematar la faena, le administra una serie de pases de pecho y uno del desprecio que levantan al público y convierten la plaza en un manicomio. Despacio, se cuadra levantando el brazo hasta tener la espada en el corazón apuntando a la cruz de Portillo que, mientras, lo mira con lealtad y admiración, tanto como lo hace Esplá en ese momento. Hiere mortalmente al toro.

El público expectante observa la muerte de Portillo que, haciendo gala de su valía, bravura y honrando su hidalgo linaje, se traga la muerte en su corazón, aguantando en pié como el Cid Campeador frente a los musulmanes en Valencia. Así, acompañando en la muerte a tan digno, poderoso y enorme oponente, Esplá abraza a Portillo que ya da sus últimas bocanadas de aire hasta que finalmente cae rodando en el albero, dejando en la retina su pelea y la estela de su embestida.

Se queda finalmente el torero en la arena y le son concedidas las dos orejas que pasea por el redondel, y en honor de su compañero caído decide no salir en hombros por la Puerta Grande de Madrid.

Y de esta forma, en los silencios del mundo, se escriben las grandes historias del toreo, protagonizada en este caso por uno de los más bravos toros que se han visto en el ruedo venteño y, quizá, uno de los mejores intérpretes del toreo contemporáneo que ha dado España. La fábula del toro bravo Portillo y el torero genial Luis Francisco Esplá.

Por Quesillo