Es una incontestable obviedad que, en el empeño de reseñar los nombres propios de esta última temporada, no hay que olvidarse del de Antonio Ferrera. Con sus luces y sombras; con sus enfervorecidos partidarios y sus exaltados detractores. En un ejercicio de honradez y sinceridad con el paciente lector, he de confesarme de este segundo grupo. Quizá sin tanta fogosidad. Sin embargo, las dos “salidas a hombros” de Las Ventas, más o menos polémicas, constituyen dato objetivo suficiente para intentar hilvanar las siguientes líneas.

 

A mediados de mayo, una noticianos asoló a todos los aficionados, cuyas virtuales consecuencias podían haber sido fatales. Más allá de teorías varias, más o menos ficticias o veraces, este lastimoso hecho marcó un punto de inflexión en los designios de Ferrera. Dudo que alguien niegue irreflexiva e irrazonablemente que, hasta esa fecha, la temporada del diestro conducía hacia el abismo. La ratio dicidendifue la actuación de Sevilla, el sábado del alumbrao. “Petrolero”, uno de los toros de este año, destapó las carencias y el momento por el que transitaba Antonio Ferrera. Un animal encastado y, por consiguiente, exigente. Tanta es la escasez de los mismo que su lidia es noticia. Y ya no digo cuando el torero -cualquiera que sea- es capaz de someterlo. El de Victorino requería distancia, ser enganchado alantey medios. Nada de ello recibió, sino una consecución de enganchones e invasiones de terrenos. Y un Ferrera totalmente desbordado y empeñándose en hacer creer a la parroquia que el toro era peor y que el viento condicionaba demasiado. Poco cambió la tarde de Fuente Ymbro, aunque no tuvo toro de tan excelsas condiciones.

 

Entre un mar de dudas e incertidumbres, el extremeño decidió hacer el paseíllo la tarde del 1 de junio. Cuando se confeccionó el cartel, hubo prácticamente unanimidad en su crítica. La inclusión de Zalduendo en el mismo despertaba los mayores de los recelos posibles; el mío incluido. Sin embargo, la reaparición, y posterior actuación, del extremeño tornó las lanzas en cañas. Todos podíamos imaginar que Las Ventas querría rendir homenaje al matador, como acertadamente tituló Roberto Garcíasu crónica en este mismo portal. No obstante, dicho homenaje debería haberse quedado en la ovación al romper el paseíllo. La locura colectiva en las que se abstrajo la plaza, el propio Ferrera inclusive, lo llevó a cortar tres orejas. Dentro de sus dos faenas, la de mayor enjundia fue la primera, pese a que el presidente concedería el segundo apéndice en el cuarto de la tarde. “Bonito” fue un animal de superior bondad y calidad. Ello permitió que el matador anduviese por el ruedo como por el salón de su casa. De hecho, la afectuosidad ambiental parecía indicar que estaba entre amigos o seres cercanos.

 

Como de mis palabras podrán deducir, no comparto, en absoluto, tan irracional entusiasmo de aquella tarde. Con esto no quiero decir que no admire la hombría de la gesta que, sin publicidad, dio Ferrera. Siempre lo he respetado, y teniendo en cuenta tan calamitoso suceso, mucho más. Pero, como dice el sabio refranero español, lo cortés no quita lo valiente. Su faena al primero de la tarde fue un derroche de improvisación y supuesta inspiración que condujeron a un ostensible desorden. Fue la faena desordenada por excelencia. En muchas ocasiones, en casi todas, la ausencia de un planteamiento definido se castiga con severidad, minusvalorándola y arrojándola al olvido generalizado. Por otro lado, digo de esas inspiración e improvisación que fue supuesta. Ferrera, aquella tarde y muchas que le han seguido, sobreactuó. Careció de naturalidad. Esta vez la idea preconcebida no era empezar con pases del péndulo y concluir por “manoletinas” sea cuál fuere la condición del toro, sino precisamente construir un conjunto desordenado y sin guion. En el toreo propiamente dicho, en su forma de interpretarlo, el conjunto fue ventajista y simplista. Medios pases, de perfil y periférico, muy periférico. Una y otra vez. Aquella tarde, en definitiva, supuso la superación y deformación de los cánones de la ortodoxia en la estética, el orden de la composición de la faena y la ejecución de los pasajes. Todo se remato con una estocada a la suerte de recibir, colocado a gran distancia. Un momento que nos retrotrajo a tiempos pasados, de Esplá, Castaño y del mismo Manzanares, a cuyo padre tanto admiró, e imitó, el propio Ferrera. Sin embargo, aquí nadie tiene la verdad absoluta, y esta es mi humilde opinión. Pla Ventura, por ejemplo, tiene otra perspectiva de la tarde.

 

Y el otro punto álgido de la temporada tuvo lugar en la Feria de Otoño. Concretamente, el día 5 de octubre. En aquella jornada, el matador se anunció con seistoros, seis, de cinco ganaderías distintas, aunque esto último no fuera la proyección inicial. Como ya escribíen su momento, tuvo sensaciones encontradas aquel día. Por un lado, Ferrera mostró su faceta más bregadora, que hizo ganarse el respeto de gran parte de la afición. Conocimiento absoluto de los terrenos y las lidias, todo ello puesto al servicio y en beneficio del adecuado desarrollo de la lidia. Por el otro, manifestó, como en junio, los defectos que su toreo aqueja de un tiempo a esta parte. Aunque pueda parecer contradictorio con lo antes indicado, tampoco supo entender las teclas que sus tres últimos requerían. Esto último perjudicó gravemente el lucimiento de buenos animales para el toreo posmoderno y, sin lugar a duda, el resultado artístico del matador. Sin embargo, nadie pudo concluir que, con sus luces y sombras, la tarde fuera aburrida para el espectador. Vistosidad en el manejo capotero, pese a la ausencia de un aceptable ramillete de verónicas. De una sola verónica. Y mal manejo de la tizona.

 

Todo lo anterior, no es óbice para reconocer la meritoria temporada de Ferrera. Ejemplo de superación en las circunstancias más adversas. Se plantó ante el espejo y mató el toro más difícil de su vida. Y convenciendo más o menos, alcanzó lo que tanto sueñan los toreros: salir en volandas por la Calle Alcalá. Y para más inri, doblemente. Por ello, pese a la crítica, mi más sentido reconocimiento.

 

Por Francisco Díaz.