Tras el cierre de la temporada 2019, quedan muchas horas, durante el frío invierno, de reflexión, de tertulia, de repaso de tardes y de estadísticas, para los amantes de los datos. Los más afortunados lo harán en el calor de la lumbre, mientras la suave lluvia empapa la dehesa. Otros tendremos que conformarnos con la frialdad de la ciudad. Sin embargo, podremos seguir hablando, por el momento, de toros. Es mi voluntad acompañar a los lectores desde esta sección, semanalmente, reseñando aspectos, bajo mi punto de vista, relevantes no solo de esta temporada sino también de la Fiesta. Como no podía ser de otra forma, abriré esta sección intentando sintetizar las cotas más altas de algunos toreros esta temporada. No solo de los máximos triunfadores, ya entenderán por qué.

 

Con toda unanimidad, dudo que alguien no convenga que el mayor triunfador, y el autor de la faena más rotunda, de este año ha sido Paco Ureña. Los números así lo avalan: triunfador en Madrid y Bilbao. Y mejor faena en Valencia. Sin embargo, tener en cuenta la estadística en esto de los toros me parece algo absolutamente burdo: sería degradar el rito trascendental y espiritual al mismo grado que el deporte. Por ello, solamente me quiero centrar en las sensaciones que Ureña ha transmitido en el ruedo. Más si tenemos en cuenta que descendió al infierno el 14 de septiembre de hace un año. La temporada de Ureña ha sido algo irregular, seguramente muy condicionada por el factor. Tres son las tardes con las que me quedo. Tres momentos que demuestran la evolución no solo de la temporada sino del torero.

 

De la mano de Enrique Ponce y Manzanares, estaba prevista la reaparición del murciano en la Feria de Fallas. Sin embargo, los avatares del destino quisieron que el alicantino se cayera del cartel, como tantas y tantas veces en esta temporada. Finalmente, todo quedó en un absurdo mano a mano. Enfrentamiento a cara de perro antaño, e intercambio de besos ogaño. Mientras la tarde sucedía como todos nos negábamos a imaginar -el hombre propuso, Dios dispuso y, en este caso, Juan Pedro descompuso-, “Malafacha” cambió el signo de la tarde. Como escribí aquella noche, aún con los bellos de punta, tanto esfuerzo y tanta superación no podía frustrarse. Dios no quiso que el ejemplo de hombría y de superación que aquella tarde se superaba, aún más, se compensara con la sola ovación posterior al paseíllo. Por eso, apareció en el ruedo “Malafacha”. He de reconocer que no he visto repetida la faena de aquella tarde. No quiero borrar los recuerdos aún vivos en mi retina. Aquella tarde vi a un Ureña más asentado y templado, aún en su barroco estilo, aunque menos. Pero más lejos del “ay” constante, y más cerca del “ole” profundo. Mató mal, poco importaba: habíamos visto renacer al hombre, y sobre todo, al torero.

 

Tras un descompuesto paso por Sevilla, la tarde de Santiago Domecq, hizo quizá la apuesta más fuerte de su vida: anunciarse en tres tardes en el ciclo continuado de mayo y junio en Madrid. Entró en el bombo, fue el primero en hacerlo, y en suerte le correspondió la ganadería de Alcurrucén, la misma que lo dejó tuerto. Además, entró en las de Juan Pedro y en la de Victoriano del Río, en la Corrida de la Cultura (menuda tontería. ¿Las demás no son expresiones culturales, pues?). Lejos quedaron aquellos años de Victorino y/o Adolfo. No obstante, la apuesta no se reducía en importancia: si ya es difícil hacer el paseíllo en Las Ventas, no me lo quiero imaginar en las condiciones de Paco Ureña. Y más, si el empeño del torero es ser tratado como uno más y, sobre todo, mantener la dignidad del chispeante. Madrid recibió a su héroe y lo trató como a tal. En la misma tarde del 24 de mayo se intuía que, a estilo de Insurgente, Paco Ureña sería uno de los consentidos. Seguramente el único. A partir de esa fecha, el murciano ha sido el único que ha puntuado en cada tarde, en las tres de primavera y en la de otoño. Sin embargo, no fue su mejor versión.

 

Todas esas tardes, Ureña no pudo disimular la evidente presión que sufrió. En su estilo más forzado y barroco, no ofreció su mejor versión. Anduvo mal con los aceros todas las tardes, especialmente en las dos primeras. No fueron óbice para tocar pelo. Sin embargo, Madrid quería compensar a quien acuña el toreo que tanto defiende y que tanto le gusta. Pudo parecer que querían hacerlo a toda costa. Por ello, tanto Ureña como los aficionados madrileños hicieron su sueño realidad: cruzar la Puerta Grande de Madrid el 15 de junio. En este caso, sí he visto muchas veces la faena repetida. A día de hoy, sigo creyendo que no era faena de tanto premio. Faltó acople y rotundidad, además de mayor pulcritud en los lances. La faena fue corta, pero intensa. Más carga emocional que ortodoxia en el ruedo y los tendidos. Si ya el 24 de mayo se intuía que Ureña estaba llamado a ser un consentido, esa tarde se confirmó. Y más, tras el paso por Otoño, cuya trascendencia no merece comentario. Pero sí les remito a leer la siempre interesante opinión de Pla Ventura.

 

Sin embargo, el cante grande tuvo que llegar en la bilbaína Aste Nagusia. El 23 de agostola oscura arena vio brotar el mejor toreo que ha salido de las muñecas del lorquino. Y el mejor toreo de esta temporada. En un encierro de Jandilla, le correspondieron en suerte dos toros de Vegahermosa, tercero y sexto. El balance fue de cuatro orejas. ¡En Bilbao! ¡De Matías! Más allá de los números y del incontestable triunfo, me quiero centrar en la evolución de Paco en aquella tarde. Si bien es cierto que el balance estadístico fue exactamente igual en ambos toros, no puede decirse lo mismo del artístico. En su primer turno, Ureña ofreció su versión previa al fatídico mes de septiembre de 2018: un toreo retorcido y antinatural, que lastraba todo empeño de pureza; tan cruzado que desplazaba demasiado al toro; tan entre los pitones que impedía el temple. El inicio por estatuarios bien mereció un trofeo, que no dos. No obstante, la faena al sexto confirmó ese nuevo aroma que apuntó en Valencia. Lo confirmó y lo amplió. Un toreo más natural, erguido y conocedor y valedor de las distancias. Todo surgió sin esfuerzos, sin manierismo y sin gestos a la galería. Rotundo, pletórico. Solamente centrado en el toro y en su formidable obra. Naturales enganchados “alante”, conducidos y toreados hasta atrás. Sin caer en la tentación de exagerar las formas descomponiéndolo todo. Mató bien y Matías sacó los dos pañuelos a la vez. Sin embargo, todos sabíamos que lo visto en el ruedo no era igual a lo anterior ni a las otras tardes. Era la confirmación y la consagración de un gran torero. Tras esa gran faena, la temporada de Ureña no volvió a alcanzar tan excelsa cota. Todo pareció quedar en estado de conmoción.

 

A partir de estos tres momentos, he intentado sintetizar -seguramente, con menos atino del que quisiera- la temporada de Ureña. No quiero cejar en el empeño de poner de manifiesto la evolución del torero. Y poner toda mi esperanza a que esa sea la tónica del torero en el futuro, que se aleje de toda interpretación esperpéntica. No quisiera olvidar tampoco la tarde de buen manejo capotero en Colmenar Viejo, su punto flaco en muchas otras ocasiones. De todas formas, Paco Ureña este año me hizo soñar el toreo.

 

Por Francisco Díaz.