En una plaza de toros existen muchos momentos: hay instantes de valor, de arte, de peligro; tiempos inesperados; soplos de triunfo, de fracaso, de angustia, pero, sobre todo, hay relámpagos de emoción. Es emocionante ver el galope de un toro, el aguante de un picador, la gallarda disposición de un banderillero o la entrega absoluta de un matador.

Sin embargo, uno de los santiamenes que encierra una mayor dosis de emoción, sin duda, es el adiós de un torero. Ver el epílogo de una carrera y saber que aquella persona se está desprendiendo de una parte fundamental de su vida, es un momento que encierra muchas aristas.

En México existe la costumbre de decir adiós en medio de una melancólica melodía llamada “Las Golondrinas”, obra de Narciso Serradel, cuyas notas dulcemente tristes convierten el adiós en un sentimiento profundo que conmueve el alma.

Durante el transcurso de la faena postrera de un matador las “Golondrinas” se mezclan con los “olés”  vibrantes de un público emocionado que ve como se extingue una estrella envuelta en un terno de luces.

Sí, el adiós de un torero, en medio de una plaza, ejerciendo por última vez esa pasión que lo ha consumido toda su vida, con un fondo musical suave, pero doloroso, es una de las emociones más puras que puede experimentar un aficionado a la más bella de todas las Fiestas, y en no pocas ocasiones, nos ha arrancado alguna lágrima.

Y, si así resulta para quien lo ve, no puedo imaginar cómo resulta para quien lo vive en primera persona… Debe de ser algo inexplicable, pero muy emocionante.

Alberto Hernández, escultor taurino.

En la imagen vemos el pase del desdén, otra de las muchas obras escultóricas de nuestro compañero a la que acompaña su narración.