Volver a Bilbao siempre es un lujo: Primero por la variedad del viaje, atravesando el corazón de la historia por Valladolid, Palencia, Burgos y La Rioja, entre castillos, abadías y ese contraste de las llanuras y las montañas verdes. Voy comentando con Julio Robles si nos dejaran soltar las vacas por aquellas laderas donde podrían comer yerba a boca llena y ahorrarnos los camiones de tacos que hemos gastado hasta hace unos días. Llegar a Bilbao y alojarte en el señorial hotel Carlton ya es un ensueño.

Y con esto no quiero hacer de menos al Indauchu, con todo el confort de lo moderno y el trato exquisito de Campuzano y su equipo. Ni los méritos del gerente genital del Ercilla que llegó desde la pobreza de Zamora con una maleta de cartón atada con cuerdas y consiguió darle vida a la horterada de un hotel que se ha quedado cutre. El Carlton, histórica sede del Gobierno vasco durante la guerra, sigue siendo el hotel emblemático de la gran ciudad, aunque el Villa en su momento de esplendor le ganara en lujo. Siempre he sentido una devoción especial por los hoteles clásicos, de los grandes salones con la cúpula de cristales, tapices en las paredes y muebles antiguos.

Conocí el viejo hotel cuando en el esplendor de la gran feria era la sede de las grandes figuras del toreo y de los millonarios refinados de España y Francia. Allí fue donde recibí el primer atentado como crítico cuando ‘El Cordobés’ y su gente quisieron derribar la puerta de mi habitación y acabaron todos en comisaría. Desde entonces muchos años el director me reservaba siempre la 101, al final del pasillo. Luego el hotel se fue muriendo y a muchos les resultaban incómodas las viejas bañeras de porcelana con patas de garra. Fue cuando Agustín organizó la desbandada hacia el Ercilla. Yo fui el último, a pesar de ofrecerme la habitación gratis.

Seguía encariñado con mi habitación capicua y las tertulias del bar con el mural de una estampa viajera. Pero Agustín, listo como el hambre, se dio cuenta que al tinglado de su feria le faltaban mis coloquios y me puso un cheque en blanco sabiendo el gran negocio que haría cuando durante más de diez años le llenaba la discoteca hasta los topes, dándose el caso insólito de ver al muy excelentísimo Álvaro Domecq sentado en un peldaño de la escalera para no perderse lo que salía por esta boca. Luego, cuando la traición de Indívil y Mandonio, dos alcahuetes de Chopera que se presentaron en ‘El Berrocal’, tuvieron que sustituir mis coloquios por la actuación de ‘La Maña’. Y después contratar juntos a cuatro o cinco mediocridades por noche; pero en aquellos coloquios ya no se volvió a ver a Álvaro Domecq sentado en las escalerillas porque había muchos asientos vacíos.

Volví al Carlton al cabo de muchos años. Y ya no era el sitio anticuado de los últimos tiempos. Una familia de luchadores surgida de la humildad de un caserío vasco logró la armonía entre la vieja elegancia y el sobrio confort de los tiempos actuales. Y pusieron de director de lidia a Julio Egaña que mantiene el tono discreto y señorial de la casa. Me sorprendió en este último viaje que una gala fastuosa como la fiesta de los premios nacionales de la COPE se le haya escapado a la rapacidad del Ercilla porque los organizadores han preferido la categoría de estos salones de techo alto y alfombras señoronas.

No he visto a los Atuchas, (Miguel padre e hijo) que andan siempre en la brecha, pero el director me había reservado una suite de príncipe árabe, donde disfruto más que un marrano en una charca. Con el enorme ventanal hacia la gran plaza Moyna, la ría y el verdor de los montes. Al fondo Julio Robles y su gente; los colocaron en un cuchitril sin luces ni vistas del hotel Ercilla, con las paredes llenas de humedades, mientras yo me daba el gustazo de escribir las crónicas en pelotas y para llegar al baño es como si hiciera un viaje de lo grande que era la habitación.

Allí, la luminosa mañana del regreso estuve hablando con Víctor Manuel, Miguel Ríos y Ana Belén. Me sorprendió lo de Ana Belén, a la que no recordaba como amiga, cuando todavía no era súper famosa. Me sorprendió su cara de alegría recordando sin duda los tiempos de la discoteca J.J. en la Gran Vía de Madrid donde cantaba Víctor, recién llegado a la fama, sus canciones de añoranza asturiana, de las romerías, los maizales y cuando el abuelo fue picador allá en la mina. Le gasté bromas a Miguel Ríos por su apostura elástica, por lo milagrosamente joven que está. Y Ana Belén casi me hizo subir los colores: «Pues tú con ese pelo blanco estás mucho más guapo que cuando andabas de figura en Madrid»… Ana Belén no sabe que siempre estuve secretamente enamorado y aunque las películas españolas sean una mierda, me quedo como bobo viendo la televisión, cuando aparece su talle mimbreño, la tentación de sus caderas, su mirada y sus ojeras. Es que de ella me gusta todo; ¡hasta sus dientes de liebre!

Alfonso Navalón, mayo de 1998