Iglesias Carreño, presidente del Prepal, ha tenido la fineza de resaltar esta forma de escribir ‘de oído’ con palabras antañonas. Hace una cita de pasada que me ha llenado de emoción. Porque casi nadie sabe de aquel verano de una adolescencia feliz en el paraíso de la dehesa de ‘El Puerto’, cuando quedaban atrás los horrores de la guerra y mi padre empezaba a levantar cabeza; volvían, fingiendo amistad, los mismos que quisieron fusilarlo. Volvió a la vida aquel intelectual autodidacta, para sacar de la ruina a una familia expoliada por la barbarie franquista.

Empezó ganando diez mil duros, de los de entonces, al arrendar la montanera de ‘Los Labraos’ al coronel Ordovax, que era el jefe de Matacán. Al terminar el invierno compró la finca zamorana, sin tocarle una fanega al patrimonio de mis abuelos, gracias a un banquero que le tenía mucha fe. Y la dehesa de ‘El Puerto de la Salud’, a ocho kilómetros de la capital, en la carretera de Alcañices, fue un nuevo canto a la esperanza y la época más feliz de una familia que arrancaba de la nada. Aquello era un capricho, con una casa enorme y señorona, un salón inmenso con vistas al soto y tres pisos con los balcones dando a una galería de madera tapizada por el verdor de dos parras gigantescas.

Enfrente, pasando el puentecillo del regato, estaba la preciosidad del jardín con una fuente de peces de colores. Siguiendo la fachada principal lindaba, haciendo una plazuela, la panera y el corral del ganado y la ermita de la Virgen de la Salud, con su romería y todo porque la gente le tenía tanta devoción como a la fuente de piedra, donde iban a beber y llevarse el agua milagrosa. Cuando pasaban los ciclistas de la Vuelta, enfilando la Cuesta de La Jara hacia Muelas del Pan y los Saltos del Esla, mi hermano y yo les echábamos calderos de agua en las espaldas al verlos pedalear, echando los bofes.

La huerta era un primor de largos paseos de frutales con sombra fresca, donde comimos por primera vez las frambuesas y las granadas recién cogidas, con la fresca de la mañana. Se regaba por su pie con el agua de un gran ‘charaiz’ de piedra, donde nos bañábamos, mucho antes que se inventaran las piscinas con depuradoras. En la Rivera de Valverde, había peces, cangrejos y sobre todo unas anguilas deliciosas que se criaban entre las espadañas. Más arriba estaba ‘La Guadaña’, un valle fresco con la hierba hasta la rodilla. Y un pinar en el teso donde iba la gente capitalina a merendar y coger setas.

De pronto en aquellos contornos la gente empezaró a venerar a mi padre, casi tanto como a la Virgen, porque el antiguo dueño era un curial que no dejaba a nadie salir de la carretera. Mi padre disfrutaba ayudando a los que acababan de pasar las calamidades de los años del hambre. Los dejaba llevarse cubos enteros de peces y a los más necesitados les daba un par de conejos porque en el ‘Regato del Palero’ había un enjambre de ellos, en los vivales de los zarcerones. Había sido un gran cazador pero le cogió horror a las armas desde los ‘paseos’ de los falangistas. En un arcón había una escopeta del 20, de un solo cañón y al momento volvía con dos o tres conejos.

Cuando llegaban los amigos de Zamora, se colocaban alrededor de los zarcerones y en un rato mataban veinte o treinta. Siento no recordar algunos nombres sonoros de aquellos parajes. Debajo del puente, la ribera empezaba a ser agreste y al final estaba el ‘Cahozo de los Chopos’. Una cascada cantarina entre peñascos, remansada en un pequeño lago y te pasaban entre las piernas los peces a bandadas, asustados de los chapuzones. A la salida hacía un embudo entre dos piedras y poníamos y saco de arpillera, con dos palos atravesados, al anochecer. Por la mañana había ‘embuelzas’ de sardas y truchas.

Cuando mis padres se iban a Zamora, nos metíamos en la iglesia y sacábamos de la sacristía, las casullas, el hisopo, el incensario y el bonete y preparábamos cada función religiosa de aquí te espero. Lo que más nos divertía era tocar la campana y una vez preparamos tal concierto de repiques que vino la gente de alrededor creyendo que había fuego. Mi padre se enfadó por lo de la campana. Lo demás creo que le divertía. Pero mi madre, que era de las Hijas de María, se puso por ahí arriba diciendo que aquello era un sacrilegio y no sé qué hostias más. Siento en tan breve espacio no poder contar aquellas vivencias.

Mi padre tenía el capricho de una yegua toda vinosa que se llamaba ‘Gitana’. Le enseñó a tirar de la tartana que era nuestro único medio de locomoción. Nos íbamos toda la familia en los asientos de gutapercha a pasear por el parque de Valorio o a comprar helados de cucurucho en la calle Santa Clara. Todas las mañanas iba el cabrero a vender la lecha. Pero como yo acaba de aprobar el tercero de Bachillerato mi madre me preparó una sorpresa y nos fuimos los dos solos en la tartana. Con el dinero de la leche me compró una bicicleta ‘Orbea’ azul metalizada con cromados. Un día bajaba despendolado por la curva del puente y salté por los aires por donde más hondo era el barranco. No me maté porque caí de cabeza en medio del charco donde lavaban las mujeres.

Alfonso Navalón, junio de 1998