Dámaso Gómez, con setenta años sigue toreando vacas en el campo.

Parece que fue ayer cuando se juntaban a comer en Casa Félix, del Pozo Amarillo, Juan Luis Fraile, el yerno del tío ‘Botines’ de Mogarraz, con Tomás Ramajo, que en cuanto salía del cuartel se quitaba los atalajes de comandante veterinario y se ponía una gorra como si fuera un montaraz de Guinaldo que a la menor ya tenía puestos los pantalones de pana para ir a capar potros en vena a cualquier finca de sus amigos.

Mi tío Tomás tenía una mano especial y no se le desgració ni una sola bestia de los innumerables que le retorció los güevos: «¡Mira sobrina, ni quirúrgica veterinaria ni ostias benditas! Aquí lo que hace falta son uñas. El que no tenga buenas uñas, buena gana de ir a la facultad». Mi tío se había criado oliendo a ovejas, a vacas y a marranos. Llegó a León y el profesor se ponía una bata blanca para hacer la disección de un ternero. Al señor Ramajo le sudaban los cojones el saber dónde estaba el bazo, la bolsa de la bilis y hasta la clase de pienso que había comido con sólo abrirle el buche.

En la cuadrilla del ganadero del Puerto de la Calderilla estaba también el señor Benita, otro veterinario educado y correcto pero sin las agallas de mi tío. Y el señor Llantada, que tuvo un hijo al que se empeñaron en hacerlo torero y debutó con buena clase un Jueves de la Ascensión que estaba yo de guardia en el polvorín del cuartel de Ingenieros. Y me escapé a verlo con el correaje y las cartucheras.

El muy chinche del capitán Félix dijo que había que hacerme un Consejo de Guerra y meterme no sé cuántos años en prisiones militares. Hasta que se enteró mi tío y se puso el uniforme con la estrella gorda en la bocamanga. Y le dijo al capitán que mucho ojito con hacer ‘bobás’, que lo que procedía era sacarle provecho a mis conocimientos y que le diera charlas de toros a la tropa. Pepito Llantada no llegó a figura pero se hizo rico vendiendo casas y fincas.

Una plaza de bardas

Por aquel entonces, en la dehesa del Puerto de la Calderilla, no había plaza ni Cristo que lo fundó, y cuando tenían que tentar, ponían unas cañizas de barda de escobas de las majadas de las ovejas, y atajaban una parte del corral de los pajares y a torear como si fuera la Maestranza de Sevilla. Pero con dos salientes de pizarra en medio que te podías ‘esnucar’.

Allí llegó, recomendado por un amigo de Madrid, un muchacho larguirucho y flaco con muy poca vergüenza y ni rastros de educación. Mal encarado, narizotas y capaz de soltarle una descaración al lucero del alba. Con las vacas era igual: toreaba seco, se quedaba más quieto que un poste y le sobraban cojones para pasarse por la barriga las viejas cornalonas de retienta de una ganadería entera. Se llamaba Dámaso Gómez y acababa de cumplir dieciocho años. Tenía peor leche que un avispero ‘alborotao’.

La pandilla de Juan Luis y compañía le cogieron apego y en todas las fincas de los alrededores no toreaba más que el larguirucho de Madrid, al que pronto se lo rifaban todos los ganaderos porque sabía hacer los tentaderos con tanta eficacia y poderío como el mejor. Cuando el caprichoso de Manolo Cobaleda tentaba las vacas con diez y doce años, después de haber parido cuatro o cinco veces, los toreros escapaban de su plaza por no pasar ese trago. Decían que un tentadero de Cobaleda era peor que ir a la feria de Bilbao.

Un invierno llegó de pardillo Carlos Arruza, siendo ya figurón del toreo, y cuando vio la ‘leña’ que había encerrada en los corrales, montó en el coche y salió echando leches a Salamanca. El señorito Manolo, que entonces tenía un Alfa Romeo que era la admiración de la comarca, cada vez que había tentadero mandaba llamar a Dámaso. Con semejante aprendizaje ya os podéis imaginar que al hacerse matador de toros y pechar con las corridas más gordas y cornalonas de la historia, pasaba menos fatigas que ‘Finito’ cuando le llevaban los borregos más cómodos y astigordos del mercado a la feria de Córdoba.

Alternativa en Barcelona.

A Dámaso le dio la alternativa en Barcelona Julio Aparicio, que todavía tenía más mala leche que su ahijado. Y me figuro que en la ceremonia, en vez de decirle las cursilerías de rigor, le soltaría algo así: «Ahora te vas a enterar, pedazo de hijo de puta, lo difícil que es ser torero, y vete preparando porque en el toro siguiente te voy a dar un repaso que te vas a quedar paralítico». O sea que Aparicio padre no era como Fran Rivera, que le dice a los fotógrafos: «Por favor, no me empujen».

Tomó la alternativa, le pusieron el sello de valiente, y se ha pasado la vida de legionario, sin saber lo que era un toro afeitado o cornigordo. En el ruedo era igual de descarado que en la calle. Un día, en la plaza vieja de San Sebastián, mataba una corrida de Pablo Romero ¡de las de entonces!, con más peso que Gil y más cuernos que un novio de cierta modelo de moda. Me divisó en una barrera cuando todos los toreros temblaban al verme. Le dio unos pases de tanteo y se llevó el toro justo delante de mí. Marcó la distancia y antes de citar, se encaró conmigo a grito pelado: «¡Pedazo de cabrón! A ver si te fijas de una puta vez cómo se hace el toreo, que me tienes ya hasta los güevos de hacerle sólo las crónicas buenas a Ordóñez».

Adelantó la muleta y cuando se le vino encima aquel tren, adelantó también la pierna y le dio un natural largo y mandón que hizo crujir al toro y a la plaza. Y al pase siguiente, otra vez se encaraba: «Fíjate bien, so mamón, a ver si el toreo se hace así». O sea, igualito que Manzanares, que cuando me veía vestido de amarillo, le chorreaba el sudor por los ricitos de la melena, del desasosiego que le daba verme.

Un día, en la merienda de un tentadero me estaban poniendo a parir los más afamados morucheros del serrucho que había en la provincia. Y Dámaso los dejó sin habla: «No tenéis cojones de decírselo a él en la cara, porque entre todos vosotros no valéis ni para descalzarlo». Pegó un puñetazo en la mesa, cogió la puerta y los dejó con tres palmos de narices.

Luego, cuando ya pensaba retirarse o hacerse banderillero, aburrido de tantas injusticias y cornadas, salió en un San Isidro a finales de los sesenta, con una corrida desesperada, y le hice una crónica con un pedazo de fotografía en primera página donde aparecía haciendo un desplante de rodillas agarrado a un pitón. En el otro pitón tenía enhebrado un trozo de la muleta que le arrancó de una tarascada. Tenía al público asustado y la gente decía que se había drogado o estaba loco. Estaba loco de atar. No cortó orejas porque al entrar a matar el toro le partió los huesos de la mano derecha. Pero entre la crónica y el respeto que le cogió el público empezaron a ponerlo otra vez en todas las ferias. Entonces lo apoderaba Pepe Morales, que ha sido el taurino de más rumbo y mejor vivido que he conocido.

El torero ni fumaba ni probó el alcohol en su vida ni hizo un exceso. Y comía menos que un cartujo. Siempre fibroso como un galgo y matándose a sudar en el frontón. Siempre fue un pesetero empedernido y no se tiene noticia que se gastara ni un duro a lo tonto. Se echó una novia ganadera y guapa y no sé qué cuentas haría que acabó casándose con la abuela de su novia, que por aquel entonces tenía un fortunón. Pero Dámaso no vio ni un puto duro de aquel matrimonio de tapadillo que se celebró a las siete de la mañana, y sin más testigos que la cuadrilla de Juan Luis Fraile y mi tío Ramajo. Una tarde le salió una corrida muy pasada de años en Madridejos y se fue hecho una fiera a la barrera para decirle perrerías a su apoderado, que entonces era Manolo Pérez Vito, un hombre de mucha cachaza, y mucha guasa sevillana. Cuando el torero, recién casado, terminó de echar sapos y culebras por esa boca, le contestó el apoderado: «¡A ver si ahora te vas a asustar por los años, con lo que tienes en casa!».

Encuentro en El Puerto.

El sábado volvimos a encontrarnos en El Puerto, justo cuando hacía cincuenta años que vino por primera vez, pero ya no estaban ni el amo Juan Luis ni Ramajo; y mandé que le hicieran una foto con Loren y Nico, como ejemplo de fidelidad y amistad entre un torero y una familia ganadera. Dámaso daría cualquier cosa por falsificar el carnet de identidad y siempre se quita tres o cuatro años. Menos mal que con mi natural prudencia le canté las verdades: «Vieja tonta, si tienes diez años más que yo ¿a quién quieres engañar?» Y se puso loco y furioso, queriéndonos convencer que había nacido en 1931. ¡Pero si tú ya habías debutado con caballos cuando la dictadura de Primo de Rivera!

Y ahí sigue, hecho un perro, entendiendo de maravilla las vacas de sus amigos. Allí estaba, metido en el barrizal de la plaza del Puerto, sobrado de sitio y de valor, llevándolas en muletazos largos, muy sometidas, con la buena técnica de siempre. Y servidor, que le tiene muy bien cogido el sitio cuando quiero cabrearlo, le digo que ahora se torea mejor que nunca. El viejo ‘León de Chamberí’, con sus melenas blancas, al escuchar esto, echa berrón por la boca: «¡Toreros de mierda es lo que hay ahora! ¡Si no saben ni coger la muleta por su sitio!». Oyó esto el padre de Luguillano, cuyo hijo acababa de torear superiormente y se armó tal escandalera que tuvimos que meternos al medio para pacificarlos porque se querían matar.

Alfonso Navalón, diciembre 1997