A la memoria de Jesús Moneo

No he tenido valor para ponerme a escribir esta noche interminable de tu cuerpo presente. Ni en esta dulce mañana de primavera cuando tus amigos fuimos a decirte adiós en la escalinata de San Martín. Allí, a dos pasos viviste tú, en ese callejón sombrío donde en una vieja casa de huérfanos de tantas cosas vencías el drama de enfrentarte a una vida hostil. Apiñado al calor de esa tribu de hermanos entrañables que se fueron abriendo paso en la vida y te adoraban como el símbolo del vacío de aquel padre señor que os dejó tan pronto en el desamparo de los años difíciles.

Y tú, con tu calva de viejo prematuro, tu seriedad de las barbas de fraile medieval y tu alma de niño llena de cicatrices. Abrías la ventana de la buhardilla para que las palomas de la torre de San Martín vinieran a comer las miguitas. Estabas allí agazapado con ‘El Brujo’ y Pedrito ‘El Capea’ para la travesura de cerrar la trampilla y matar la tarde interminable desplumando y guisando aquella merienda venida del cielo cuando los tres no erais más que unos millonarios de ilusiones con los bolsillos vacíos.

Después la vida se te llena de pequeños triunfos de vecindad provinciana. De olvidos y zancadillas. De amigos que mejoraron la fortuna y se olvidaron de las palomas de la buhardilla. Y tú, solitario, con la suerte de encontrarte a Carmen, resignada y dulce, esperándote siempre en las horas alargadas que te envenenaban con la tinta del periódico. Este perro oficio de ingratitudes y sacrificios sin más pago que la vanidad infantil de ver tu firma al final del artículo. Se me han quitado de golpe las ganas de escribir.

Llevo cuatro días clavado en esta Salamanca que sigue llorando el agua mansa de la primavera. Esa madrugada, mientras tú dormías eternamente en tu caja de muerto y las coronas de flores con dedicatorias moradas llegaban tus hermanos como emigrantes del trabajo noble tan lejos del gallo de la Catedral vieja. Esa mañana, sin ánimo de ponerme a escribirte el último adiós, pensaba ahorrar el dolor de recordarte y se metió el sol por la ventana sin haber podido dormir, como si un perro rabioso me estuviera mordiendo las tripas de tu ausencia. Y el cenicero repleto de colillas. Me daba miedo dedicarte una de estas ‘orillas’ como un homenaje inútil que a nadie va a importarle ya. Ni tú vas a leerme, y no voy a lograr otra cosa que llanto repetido de los que te quisimos. Pensaba desahogar mi conciencia con unas líneas en el Suplemento de Toros. Un recuerdo amable y libre de angustias como aquellos sobres con dibujos que te mandaba al periódico llamándote ‘Corralero mayor’. Cuando me admiraba tu silenciosa servidumbre al oficio de rematar páginas y te comparaba con los corraleros de las plazas que enchiqueran los toros para que otros se lleven la gloria.

Llegaban las noticias a tu mesa de trabajo, los reporteros de sucesos, los de deportes, y tú, pacientemente ibas enchiquerando en cada parcela de la maqueta el orden de la lidia, para que cada mañana saliera completo ese espectáculo de fotos, titulares y sumarios que es un periódico a la hora del desayuno. Los que quieran hacerte justicia saben que has sido como un Domingo Ortega del periodismo, dominando serenamente todos los secretos del oficio y sobrado de recursos cuando en la Redacción llega ese fallo imprevisto y parece que se acaba el mundo porque el tiempo manda sobre la razón.

No te van a hacer justicia. No van a consentir que pases a la historia como un maestro de periodistas, como un ejemplar peón de brega o un medio centro que tan pronto está ayudando a la defensa como dejando un pase muerto a boca de gol para que aplaudan al delantero. Nunca supiste vender la mercancía de tu talento ni hacer brindis al sol. No supiste ser social ni sociable. Y hasta para ser amigo tenías esa mística silenciosa del tímido introvertido. Los que se sentían maltratados cuando les tirabas los folios a la papelera recordarán que aquel tajante ¡esto es una puta mierda! saben ahora el bien que les hacías cuando con ese humor amargo les regalabas un encendedor y el periodista novato decía que no fumaba: ¡Es para que lo enciendas a ver si eres capaz de encontrar una noticia publicable!…

El día de tu entierro teníamos previsto hace tiempo un cocido con la gloriosa infantería del toreo salmantino en Vega de Tirados. Con ‘El Brujo’, Flores Blázquez, José Luis Barrero o ‘El Gravao’. Posiblemente esa mañana se hubieran acabado antiguos resquemores y acabaría abrazando al ‘Capea’ llorándote los dos, pero el perro rabioso de tu atroz agonía me sigue mordiendo las tripas del recuerdo. He tomado tres tazas de manzanilla por los mismos bares que recorríamos las mañanas de feria y me encierro a templar el dolor de tu ausencia, sin atreverme a llamar a Carmen. La tarde oscura y monótona está derramando el llanto de la lluvia sobre la ventana. En esta tarde de soledad sigue lloviendo por donde el alma nos anochece algunos días. Cuando se pierde la fe y sólo nos queda un rastro de esperanza. Por lo menos tú has dejado de sufrir la pena de vivir.

Alfonso Navalón, junio 1997