Esto empieza a ser preocupante. Me están saliendo amigos por todas partes y los contrarios cada vez son menos. O están llenos de recelos. O los traigo en vilo por los zarandeos que reciben cuando más descuidados están. La vida da muchas vueltas.

Hace muy pocos años era impensable que el estado mayor de ‘La Gaceta’ me ofreciera una comida en el restorán más postinero de la ciudad. ¡Vivir para ver! Lo pasamos divinamente. Para mosqueo y sorpresa de mis anfitriones, estuve relativamente discreto y comedido. Don Esbelto, está en vilo: «No se te vaya a ocurrir escribir nada de esta comida!». ¿Por qué no?

En el ambiente cordialísimo de la reunión, el único que no estuvo a la altura de su cartel fue precisamente mi brillante amigo, ese viejo zorro de las jugadas maestras, que anduvo al asoma traspón, taimado y ciscador, en su doble papel de gran estrella de su periódico y temeroso valedor de mi persona.

La verdad es que no esperaba escribir nada de esta reunión y si lo hago es por maldad pensando la zozobra que tendrá encima ahora don Estella, cuando vaya leyendo por aquí sin tenerlas todas consigo que en el desenlace de esta crónica no haya escándalo ni daño.

Lo cierto es que al acabar la larguísima sobremesa, casi nadie reparó que, además de lo bien que lo habíamos pasado, el ilustre letrado sentía un secreto alivio. Después supe que pasó la comida angustiado temiendo que en cualquier momento yo soltaría una impertinencia y se dispersarían los comensales como picados por un tábano. ¡Ni que uno fuera el caballo de Pavía o la pistola de Tejero! Como lo conozco, presumo que le ha decepcionado mi prudencia y que en el fondo de su atildada perversidad nada le hubiera regocijado más que un final disparatado.

No hubo tal y don Estella ha cosechado un sonoro revés en su papel de detector de tormentas. Para sorpresa suya y a propuesta de Leopoldo Sánchez Gil, esta comida quedará institucionalizada como un saludable ejercicio de convivencia. Leopoldo, ante el estupor del abogado, propuso asimismo ampliar el número de comensales, tras rigurosa selección previa y debidamente consensuada por los allí presentes.

No conocía a Jaime González, gerente de la competencia y gran estratega del periodismo provinciano, con clara visión de lo que tiene en la alacena y de lo que cuenta la del vecino. Cada día admiro más la buena correa de Íñigo Domínguez de Calatayud, porque mientras el director de TRIBUNA sólo tiene un amo, al de ‘La Gaceta’ le toca hacer de templagaitas de cinco o seis consejeros, no siempre coincidentes. Y eso tiene su mérito. A Valentín Gallego, de natural buenazo, lo tengo hace años en el censo de mis partidarios y no logró convencernos sobre la autoría de ciertas maldades de una carta que en su día me apresuré a ocultar por no darle tres cuartos al pregonero.

En este pasaje dialéctico fue donde Estella me salió un tanto perjuro exclamando: « ¡Yo nunca llegué a decir eso!». Pero os vais a quedar con las ganas de saber lo que hablamos y disfrutamos en tan singular como variopinta reunión. Hora es ya que respire tranquilo el jurista, sabiendo que esta columna acabará sin los despropósitos que barruntaba este Maquiavelo, actualizado para solaz de sus lectores y pesadilla de la oposición.

Se cumplieron los fines de la concordia buscada. Quedó claro que servidor es (a veces) mucho más generoso de lo previsto, según reconoció el sagaz gerente, y quedamos emplazados para el año que viene en la señalera fecha de San Silvestre, donde confío que llegaremos todos con la debida dignidad y libres de cualquier miseria personal o colectiva.

Como travesura final veréis que he retrasado más de una semana la publicación de este esparcimiento. Porque en periodismo también es lícito usar la espoleta retardada. Aunque no haya bomba, como es el caso.

Alfonso Navalón, enero 1997