Tuve la desgracia de estar ‘a las órdenes’ de José Barrionuevo en el Ministerio de Interior a donde fui llamado para hacer la reforma del Reglamento Taurino. Quedose el hombre perplejo cuando le dije que no necesitaba el numeroso equipo que puso a mi disposición. Quedose más perplejo cuando le dije que dentro de cuatro días tendría en su mesa todo el texto con varias medidas eficaces para acabar con el fraude del afeitado en dos meses. Quédeme más perplejo cuando me dijo que mi antecesor, Carlos Briones llevaba dos años con un equipo de diez personas, preparando todo esto. Sospeché que ‘mi ministro’ era medio lelo. En dos entrevistas más confirmé mi juicio, y con mi natural sentido de la prudencia se lo iba contando a todos los funcionarios. Y todos decían lo mismo: «Que es tonto, lo sabemos todos. ¡Pero es el ministro!». Nunca supe la valoración de mi trabajo.

Estuve un año entero en un magnífico despacho sin que me molestara nadie, ni saber qué pintaba allí. Así que hablé con el jefe de protocolo porque me resultaba incómodo dormir la siesta del burro en un diván de tres cuerpos. Trajélenme uno de cuatro de cuero con almohadones de terciopelo y pude estirar las piernas a placer. Según mi ficha, debí ser de los funcionarios más ‘laboriosos’ porque a eso de las tres de la tarde llegaba el ordenanza a despertarme: «Señor Navalón, que ya se han ido todos». Así, todos los días, mi horario de trabajo era media hora, más cumplidor que el del más ejemplar funcionario. Todo lo que le ha pasado después a Barrionuevo con la chapuza del GAL y los fondos reservados confirma mi primera impresión al conocerlo: ¡Ningún tonto podría hacerlo peor!

Ahora los tiros van hacia otro ministerio donde todo parece indicar que Margarita Mariscal de Gante se da la mano con la vacuidad mental de Barrionuevo. Ya me salió de ojo el apellido de esta mujer porque en mis tiempos más rebeldes me las tuve tiesas con un juez Mariscal de Gante (no sé si Carlos o Jaime) cuyo terrorífico historial me puso la piel de gallina. Había sido policía, lo cual no tiene mayor importancia. Luego se hizo juez y algún ‘mérito’ especial debió atesorar para que lo nombraran presidente del temible Tribunal de Orden Público, dedicado al macabro deporte de fusilar o encarcelar a todos los que no pensaban como Franco.

La actual ministra de Justicia (hija o sobrina del inquisidor) debe andar por la misma línea, según leo en los periódicos, y su conducta agresiva y huérfana de prudencia, se ha especializado en ‘prender incendios’ dentro del ya chirriante mundo de la Justicia. Dicen que cuando la nombraron cundió la alarma entre los altos cargos ministeriales. No sólo por su ideología. Es que no la consideraban capacitada para ‘hacer la o con un canuto’. Con el mismo encefalograma que Barrionuevo. Pero ahí sigue.

Ahí sigue como estrella de su equipo el tal Romario, que se pasa las noches de juerga y dedica más tiempo a las discotecas que al campo de entrenamiento. Y además de cobrar cientos de millones sin justificarlos con los pies, cuando lo llaman al orden dice que fuera del campo hace ‘su vida privada’ y ahí no tiene que meterse nadie. Dice que la noche le encanta y que si al entrenador no le gusta, que le toque los cataplines. Mal va a rendir a las ocho de la mañana en los entrenamientos si se acuesta a las siete harto de marcha. ¡Poca vergüenza!

Otro que me deja perplejo es el obispo Braulio cuando pretende cambiar de sitio el coro de la Catedral, como si la incultura o el cerrilismo del clero no hubiera ya causado bastantes desastres al Patrimonio Artístico Nacional, desgraciadamente custodiado por la desmedida codicia. Aquí no hay que cambiar de sitio ninguna joya del pasado. Hay que cambiar las cabezas de muchos obispos. Vaciarlas por dentro y que sepan en el siglo que viven.

Alfonso Navalón, octubre de 1997