Hay un paisaje bravío y solemne a la salida de Córdoba, camino de Almodóvar por la antigua carretera de Sevilla. A la derecha están las ruinas de Medina Azahara, capricho de un califa que quiso contemplar desde la falda de la sierra, a la ciudad más esplendorosa de occidente, cuando Córdoba era capital de la cultura de occidente y nubló la importancia de Roma. Cuando la barbarie de los ejércitos cristianos destruyeron aquel paraíso de capitales de alabastro, jardines y baños, unos frailes levantaron un poco más arriba ese convento majestuoso, ahora abandonado en el olvido.

Un poco más allá están las ruinas del cuartel donde tenía su caballería el caudillo Almanzor, que fue muchísimo más que la leyenda de nuestro Cid Campeador y además no necesitó a ningún Rui Yáñez Minaya para que le ganara las batallas. A la izquierda quedaron los alcázares y vas bordeando el Guadalquivir anchuroso, regando la espléndida vega y al fondo en un picacho recortado en el horizonte, destaca el castillo de Almodóvar, impresionante fortaleza de los reyes cristianos y ahora centro de meditación de los jerarcas del Opus Dei.

No sé por qué El Cid me recuerda mucho a Franco. Los dos usaron la misma estrategia guerrera: a Rodrigo le ganaba las batallas el bravo Minaya y cuando se consumaba la victoria llegaba el otro a recoger el botín. A Franco le ganaron la guerra Queipo de Llano en Sevilla y Mola en Navarra. Franco se quedó agazapado en Marruecos casi un mes hasta que el borracho de Queipo se hizo el amo de Andalucía.

Luego fue bordeando la frontera con vistas a escaparse a Portugal si venían mal dadas, instalado en palacios de Cáceres y Salamanca. Después se hizo la foto con los prismáticos en la batalla del Ebro y cuando se consumó la derrota de los republicanos firmó él parte de la victoria ¡desde Burgos!, donde puso más interés en eliminar a sus adversarios políticos, con ‘casuales’ accidentes de aviación que acabaron con Sanjurjo y Mola. Hizo todo lo posible para impedir los sucesivos intentos de liberar a José Antonio de la cárcel de Alicante y tampoco anduvo libre de sospechas de la muerte del caudillo falangista Onésimo Redondo.

Para colmo, su hermano Ramón, héroe de la aviación y protagonista del primer vuelo a través del Atlántico con el Plus Ultra, acabó también en otro extraño accidente cuando explotó en el aire su avión y desapareció en las Baleares. Pensaba contaros la triste historia de las fincas que convirtieron en palacios los más famosos toreros de Córdoba, desde ‘Lagartijo’ y ‘El Guerra’, hasta ‘El Cordobés’, pasando por el pobre ‘Manolete’. Todas son ya ruinas del pasado glorioso de sus dueños. Todas pasaron a otras manos y de su antiguo esplendor sólo queda el recuerdo de los más viejos.

Contaros la triste historia de ‘Villalobillos’, la gran horterada del último nuevo rico del traje de luces, convertida durante más de una década en la capital del toreo y del periodismo frívolo; donde el mayor enemigo que tuvo ‘El Cordobés’ entra ahora como huésped de honor del nuevo dueño, un salmantino al que conocí pesando cebones en las heladas madrugadas de enero y llevándose las jaulas de cochinos al fiado porque mi padre sabía que aquel hombre iba a triunfar en la vida.

Ahora tengo una casa abierta para cuando quiera dormir escuchando el aturrar de los toros y levantarme entre un huerto de naranjos y limoneros viendo al fondo la grandeza de Córdoba. Al lado de la plaza de tientas quedan las ruinas de donde estaba la caballería de Almanzor. Por eso al acordarme del caudillo árabe se me fue el santo al cielo y acabé escribiendo sobre Franco y el Cid Campeador, que no tienen nada que ver con ‘Lagartijo’ y ‘Guerrita’. ¡Ni con Almanzor!, que era un valiente.

Alfonso Navalón, abril de 1998