A Julio Robles; ese ejemplo.

Hace días, el caso de Ramón Sampedro, marinero encallado de por vida en su silla de ruedas, ha conmovido al mundo por esa tenacidad en acabar con sus días en este mundo. Había luchado durante muchos años buscando razones para seguir viviendo. Era culto, brillante, inteligente, escribía con facilidad y hasta tenía un toque poético para mirar las pequeñas cosas que le rodeaban con esa fantasía especial que sólo da Dios a los artistas.

Una hora en la vida postrada de Ramón, es como una eternidad para los que podemos movernos por el ancho mundo. El marinero sin puerto ni brújula agotó todos los recursos de su imaginación para ser algo más que una cabeza lúcida, unida a un cuerpo insensible. Estaba rodeado del cariño y la comprensión de todos sus amigos y parientes. Recibía innumerables llamadas por teléfono y hasta ha sido personaje nacional con su protagonismo en programas de radio y televisión. No tuvo que soportar la desesperación de la soledad o el olvido que martiriza a muchos de los que andan por la calle. No ha sido el tetrapléjico anónimo entre la muchedumbre de desdichados de una clínica donde el enfermo casi sólo es un número, sin más compañía que la resignación del vecino ni más horizonte que la pared del pabellón de enfrente.

Ramón tenía delante un ventanal abierto al campo. Tenía colores y olores, podía ver todas las mañanas el milagro de la salida del sol, contar las estrellas y deleitarse con el encanto de las noches de luna llena. Los pájaros cantaban junto a su ventana y podía gozar del privilegio de verlos revolotear y seguir los juegos de sus ceremonias nupciales al llegar la primavera. Y sin embargo la vocación de morir lo llevó a despertar una polémica nacional sobre su derecho a disponer de su propia vida. Y lo mismo que durante muchos años buscó ilusiones para seguir viviendo, ahora tenía plenamente razonada la decisión de acabar con su vida. Porque ya no encontraba motivos para esperar otra mañana invariablemente igual que la de hace diez años. Y la de cuando pasen otros cinco. Se le había roto la ilusión y pidió el cianuro.

Lo pidió con la misma clarividencia que antes buscaba el papel para escribir sus sentimientos. Serenamente, creando la confusión de esos juegos de llaves repartidos entre sus amigos más íntimos para que la Justicia no caiga sobre quien le ayudó a cumplir la última voluntad…

Aquel marinero, que se iba a casar enamorado, ha soportado ese dolor de quedarse anclado para siempre entre las rocas de la playa del olvido y la monotonía de la soledad. Y pidió el cianuro.

Al día siguiente, un hombre de su misma edad, también pegado a un cuerpo sin vida, nos dio el mensaje sereno de la ilusión de seguir viviendo, cantando el pequeño milagro de cada mañana nueva. Un canto a la esperanza porque dijo que era mucho más que «una cabeza unida a un cadáver». Y me acordé de ese ejemplo emocionado de Julio Robles, que seguramente ha sentido muchas veces la tentación de descerrajarse un tiro con su rifle de las cacerías, pero ahora está descubriendo sensaciones desconocidas cuando su cuerpo pletórico desafiaba a los toros o saltaba las cercas detrás de las perdices.

La desgracia le ha dado a Julio una dulzura y una paz, ajenas en aquel hombre áspero, inseguro y esquivo que se asustaba de su propia gloria. Julio nos está dando una lección de entereza, de gozar de la vida con una ilusión que no tuvo cuando al pasar el toro le clavaba la arena en sus medias de seda. Julio también se quedó como Ramón Sampedro, encallado entre los peñascos de la desdicha. Pero ha encontrado el norte de su brújula y cada mañana sonríe al sol que sale acariciando el mar de sus esperanzas.

Alfonso Navalón, enero de 1998