Froilán Hidalgo, uno de los numerosos hermanos del clan serrano que han roto moldes en eso de manejar miles de millones, es un currante de la medicina y uno de los últimos amigos cercano y cariñoso que he descubierto en esta dorada madurez de mi vida. Hubo una época en que me dediqué a coleccionar enemigos. Está de moda solidarizarse con los cuatro mangantes a quienes descuartizaba en mis crónicas. Se apuntaban a enemigos, incluso gentes a las que ni siquiera conocía.

Estuve a punto de enviar una lista de esta fauna al Ministerio de Sanidad para que tuvieran una estadística cierta de la insuficiencia mental de ciudadanos aparentemente normales. Inexplicablemente ahora, encuentro afectos inesperados y no creo que obedezca a un cambio de conducta en un ser tan manifiestamente incorregible. Debe ser porque en este rincón de mis ‘orillas’ se me escapa un pedacito de alma en cada artículo y la gente está descubriendo unos sentimientos que antes no veían con mi máscara de pendenciero.

También me sorprende sobremanera que la fama de crítico crezca ahora cuando escribo en la limitada parcela de un humilde periódico provinciano. Con más oficio pero menos ilusión y casi ninguna fe. Acabo de recibir un amplio reportaje que me dedica una prestigiosa revista francesa: «Navalón, resucitado por Internet». Estos franceses, con esa clarividencia cartesiana nos explican cosas que no entendemos ni teniéndolas delante de las narices. Cuando murió ‘Manolete’, sólo un crítico francés explicó que la cogida fue por un error técnico de terrenos.

Cinco páginas con dos fotografías han sido la gran sorpresa de este invierno cuando me creía olvidado entre las lindes de ‘El Berrocal’. En una de las fotos aparezco en posición yacente dentro de una de las tumbas visigóticas del cercado de La Mora donde paren las vacas. «Así querrían verlo sus enemigos». Y luego explica la repercusión que tengo ahora en Francia con un largo sumario de lo que llevo publicado este año.

Lo que todavía no saben en Francia es que mi amigo Froilán me llevó un día a la clínica para que me hicieran un exhaustivo chequeo de este pobre cuerpo que milagrosamente sobrevive a los estragos del tiempo. El doctor Hidalgo acaba de superar una profunda depresión que lo ha tenido meses hundido en el desencanto. Y ha vuelto a besar el rostro alegre de la vida. Yo estuve muy cerca de este amigo en ese mal trago. Por eso cuando me vio el dolor en la cara como descubrió otro día en la tertulia del ‘Novelty’ el colega José María Francia, creyó que era una dolencia física y me trajo alborozado el brillante resultado de unos análisis donde aparte de la puta tos del tabaco dicen que tengo veinte años menos de los que soporto. Pero los análisis no reflejaban esas heridas recónditas de las lágrimas que se tragan como si fueran bilis.

Estará escrito que a estas alturas de la vida me rodea gente sensible que me quiere más de lo que merezco. Ya estaba dispuesto a visitar un psiquiatra, para espantar tanto pesimismo, cuando la profunda psicología de una mujer providencial empezó a mirarme por dentro buscando el remedio de mis males. Una mujer que todos los días ve morir a seres que lleva meses cuidando y se le van con la inexorable puntualidad en las primeras horas de la madrugada.

Y después de un mes de acercamiento, perdiendo horas de su precioso trabajo a mi lado, llamándome por teléfono cuando sospechaba que estaba en las horas bajas, me ha devuelto la fe de sonreír al mañana y la víspera del día de los Inocentes, después de una tarde entera como misionera de mis entrañas, me ha dado el certificado para seguir andando con ilusión por los caminos de la vida.

Y cuando después de hermosas palabras me dio un beso en la frente, llegué a la tertulia de los periodistas y José María Francia, el mismo médico que me descubrió la tristeza aquel día, dijo después de un rato de humor: «Ya has vuelto a ser el de siempre». Supe que mi salvadora estaba en el parque de atracciones con los hijos de una amiga. Fui a sorprenderla dando saltos de alegría. La abracé con toda mi alma. Le devolví otro beso en la frente y me vine a ver nacer los becerros nuevos a ‘El Berrocal’. Gracias a ella yo también empezaba a nacer de nuevo…

Alfonso Navalón