Apenas llevaba dos meses escribiendo en Madrid y quiso conocerme

Hace tiempo que Ignacio de Cossío me viene pidiendo con admirable constancia un artículo para un libro en homenaje a su tío bisabuelo don José María, académico de la Lengua y autor de la monumental obra ‘Los Toros’. Me ha llamado la última vez el pasado domingo de Carnaval, cuando nuestro amigo Fernando Martín Aparicio estaba de cuerpo presente, muerto en la carretera cuando volvía de los Carnavales de Ciudad Rodrigo. Y en esta noche de insomnio y de tristeza, cuando me falta valor para acercarme a la casona de ‘Fuenterroble’ para velar el cuerpo ‘hermoso y rubio’ que tantas horas felices compartimos.

Me encierro en la soledad de mi modesta casa ganadera, para escribir estas líneas inspiradas en una foto antigua publicada no hace mucho en las páginas de TRIBUNA, mientras a estas horas arde en fiestas un Carnaval que me llena de congoja y me falta valor para vestirme de antruejo. Y reír. Y beber. Y bailar.

Debe haber, entre el desorden de mis recuerdos, una foto de las Fallas de Valencia, desteñida por cuarenta años de distancia, que es como ese cuadro de la alternativa que lucen todos los toreros entre sus nostalgias de gloria. Estoy recién llegado a la crítica junto al gran santón de las letras taurinas. Cuando algún aficionado tiene fama de ilustrado dicen que sabe tanto como Cossío. Cuando Esplá empezó a resucitar los viejos bordados de los trajes de luces de los de principios de siglo y a llevar la montera puesta durante la faena del segundo toro, dijeron que todo eso lo había aprendido en el Cossío.

Cuando surge una duda y se enzarzan los tertulianos en una disputa, siempre hay alguno que sentencia: «Mañana lo miro en el Cossío»… Yo estaba en aquella foto de una mañana de corrida en un salón del hotel Astoria junto a Don José María de Cossío y de fondo un biombo de laca con dibujos chinescos. Acababa de soltar el pelo de la dehesa con aquella blasier azul de botones dorados y acababa de escribir la primera crónica como enviado especial.

Apenas llevaba dos meses escribiendo en Madrid y don José María quiso conocerme, atraído por la curiosidad de los primeros ruidos que empezaba a levantar mi pintoresca llegada al mundo de las letras taurinas. Por eso os digo que esa foto es como una alternativa.

Conocí al patriarca ya vencido por los años y empezando a sentir ese lento desencanto de recordar tiempos mejores, comparándolos con los que estaba viviendo. Y en medio de todo tuvo suerte de no conocer lo que vino después. Por aquel entonces mandaban en el toreo (desgraciadamente con permiso de ‘El Cordobés’) los últimos generales que tuvo el toreo: ‘El Viti’, Camino, Puerta. Por allí andaba de espectador Antonio Ordóñez, recién retirado y madurando ya su reaparición en la temporada siguiente. El 65 en Málaga.

Al lado estaban sentados en un diván Livinio Stuyk con su inseparable José María Jardón, señor de la empresa de Madrid y San Sebastián, el viejo Pablo Chopera con Pedro Balañá, Diodoro Canorea y Jumillano padre que siempre ponía cara de malo y luego no lo era tanto, asistidos todos por el levantino Barceló, que era el que hacía de portavoz de los empresarios en las reuniones del Sindicato Nacional del Espectáculo. Y por allí brujuleaba también Manuel Lozano Sevilla, como ejemplo de lo que jamás debió ser un crítico taurino y menos en Televisión donde le hizo creer al público que los tres saltitos que daba ‘El Viti’ al perfilarse para matar eran ¡los tres tiempos de la estocada! Lozano Sevilla fue digno de precursor de Fernández Román y todos los desorientadores de masas que confunden la pureza del toreo con los trucos y ventajas de los toreros modernos.

Allí estaba don José María, con su figura oronda y su papada de abad mitrado, o de bibliotecario de un convento medieval. Allí estaba con sus gruesas gafas de culo de vaso, su puro y su curiosidad por sentir desde cerca qué era eso de ‘El Cordobés’, al que todavía le faltaban dos meses para presentarse en Madrid. Y ponía cara de asombro al ver a los guardias protegiendo las puertas del hotel ante la avalancha de una muchedumbre variopinta que llevaba conejos y gallinas para tirarle al Benítez en sus vueltas al ruedo.

Todavía recuerdo el gesto de simpatía que se despertó en sus recuerdos cuando le dije que venía de Andalucía de ver torear en el campo a Pepe Luis Vázquez, que fue su torero predilecto cuando toda España se rendía ante ‘Manolete’. Así se dio la feliz coincidencia de que tanto el maestro como el recién llegado teníamos el mismo concepto estético del toreo. Y luego le pregunté por un malogrado torero de Santander, al que admiraba sin más motivos que ver algunas fotografías y las maravillas que me contaban los viejos toreros de la época: Félix Rodríguez, que se murió de sífilis en plena gloria, cuando todos decían que iba a ser una figura de época. Allí estaba el autor de aquellos cuatro tomos gigantescos donde se resumía toda la Tauromaquia. Allí estaba hablando con un recién llegado, ‘El Académico de los Toros’, porque así lo llamaban los demás padres de la Lengua Española y ocupaba un sillón por su entrega intelectual a la Fiesta.

Cuando veo la foto amarillenta me doy cuenta que don José María también tuvo la virtud de retirarse a tiempo, cuando todavía estaban en el toreo los últimos generales con mando en plaza. Después llegó otra promoción de tenientes y capitanes que ejercían de generales sin serlo. Después de ‘El Cordobés’ (mucho más fenómeno de masas que torero) se auparon en los primeros puestos del escalafón vulgaridades tan destacadas como ‘Paquirri’, ‘El Niño de la Capea’ y ‘Espartaco’, que hicieron las veces de figuras (y así nos lo hacían creer los cronistas influyentes) durante más de veinte años. Había una notable diferencia entre estos proveedores de derechazos y las últimas figuras que conoció don José María: Ordóñez, Puerta, Camino o ‘El Viti’. Por eso tuvo la suerte de retirarse a tiempo con el recuerdo sagrado de los muletazos de Pepe Luis.

Pero lo que menos podía imaginar don José María, santanderino con profundas raíces en aquella casona solariega de la noble Cantabria, es que iba a tener un sobrino bisnieto sevillano que lleva sombrero ancho en los días solemnes, le gusta torear y ya sigue los pasos del antepasado escribiendo de toros.

Alfonso Navalón, marzo de 1998

En la imagen, don José María de Cossío con el mítico diestro Juan Belmonte.