Se dice pronto, que estábamos a dos de junio y hubo que hacer lumbre. Llevábamos ya más de una semana así. Vamos a encender la chimenea un rato a ver si se calienta la casa. Pero en cuanto se apaga hay que ir a sacar más leña. Y como en el invierno, se empujan unos a otros para estar cerca de la lancha donde chisporrotean los troncos. Por si fuera poco, cada vez que escampa y salimos a hacer algo, vuelves con una carga de agua porque te pilla otro aguacero en plena faena.

Si hace sol, como el pasto está alto y las matas están cargadas de humedad, te enchumban los pantalones y hay que desnudarse y echarle ramos para secar la ropa a las llamas. Protesta el personal. ¿De qué os quejáis, insensatos? Hay que dar gracias por este regalo del cielo. Comprendo que los del asfalto y los que quieran ir a la playa estén hartos de las tormentas de cada día y de haber tenido que sacar otra vez la ropa de invierno. Porque a los del asfalto y a las terrazas de los bares, lo que les interesa es el sol. Y a las parejitas de enamorados, porque mayo es el más ideal para salir por los senderos del campo cogiditos de la mano.

Lo que no entiendo es cómo los meteorólogos de las televisiones ponen esa cara de asco cuando anuncian que «seguirá el mal tiempo». Para esta insensible sociedad de consumo, el agua es mala. No saben que está cayendo oro del cielo cada vez que se abren las nubes y que hacía muchos años que no gozábamos de este milagro de un mes de mayo como éste. Se han olvidado ya de la angustia de las sequías, de los cortes de agua, de todo lo que representa la tierra áspera y el cielo contaminado. Hace ‘mal tiempo’ porque no podemos salir de fin de semana, porque tenemos que suspender las comuniones al aire libre y las bodas con el aperitivo en los jardines.

De pronto el mundo se ha olvidado de una ilusión tan antigua como el mundo. De cuando se cumple la ansiedad de un deseo que hemos visto cumplido: «Te esperaba como agua en mayo», o cuando cumplida la ilusión dices: «Ha llegado como el agua de mayo». Ahora la gente maldice lo que es una bendición. Cada mañana o cada tarde que nos tenemos que quedar sin hacer nada, la gente protesta pensando en las cosas que tenemos pendientes. Encerrados con la televisión sin poder hacer un oficio. ¿Pero es que hay mejor oficio que ver llover?

El único engorro es que para echarle a los toros hay que vaciar los morriles y limpiar con un palo el pienso mojado que se fermenta en el hondón. Y aprovechar una clara para que le dé tiempo a comerlo. Pero qué más quisiéramos todos que cuando llegue la feria de septiembre tuviéramos que ir con el chubasquero un par de tardes a mojarnos en el tendido… O que se suspendiera una corrida porque el ruedo está inundado. Me paso las horas muertas detrás de la ventana, o asomado al portalillo viendo relucir la yerba, viendo las vacas gozalonas hartas a reventar que siguen comiendo a boca llena sin que a ninguna le importe mojarse.

Lo malo de las tormentas es que a veces un rayo descuaja una encina o acierta con la punta de un cuerno y el animal se queda carbonizado. Y te da pena, porque nunca se muere la tísica o la vieja, o la golosa. El rayo siempre acierta con una vaca de bandera y además parida. Luego piensas que bien chica es la pérdida comparada con el regalo del agua. Pero los días de lluvia son interminables. Hace poco más de una semana, cuando acabé el riguroso régimen de adelgazar, ya no sabía qué hacer para engañar el estómago. Porque hay momentos de desesperación con tanta sopa de cebolla, sólo verdura, sólo ensaladas.

De vez en cuando hago una travesura prohibida y me como despacito, dándole mucha coba, una rebanadita de queso de Burgos que por la novedad me sabe a gloria. El último día el martirio consistía en arroz integral, fruta y leche desnatada. Cuando venía del periódico entré en ‘El Albero’ en un alarde de fuerza de voluntad, para demostrar mi entereza al ver pasar los olorosos platos sin inmutarme. Pero llegó de La Coruña un amigo nuestro con unas cigalas del día: ¡No seas tonto, que los mariscos no engordan! Comí un par de ellas rechupeteándolas con lento deleite y me fui a comer el arroz. Adelgacé tres kilos en una semana. Pero creo que ya los he vuelto a coger.

Alfonso Navalón, junio de 1998