Cuando a Ramón le entraba la grandeza, que era cada dos por tres, su mujer tenía que improvisar sobre la marcha una comida para treinta, cincuenta y hasta cien personas. Así de sopetón: «Prepara un arroz que llegaremos sobre las tres». O un cocido. O lo que se tercie. Y Marina ponía en movimiento una tropa de mujeres para que cuando llegaran los amigos del marido todo estuviera de punta en blanco y no faltara detalle. Lo más sorprendente es que nunca se dejó llevar de los nervios y esa serenidad suya trascendía a los demás.

Como tenía un gran sentido previsor, siempre había abundantes reservas para que nunca lo pillara el toro. Porque cuando se cansó del trajín de las matanzas, lo encargaba todo a Martín del Río, desde la longaniza hasta la carne. Y era de ver cuando en las mañanas de la Alamiriya llevábamos ya tentadas media docena de vacas y las tripas empezaban a rugir, subían de la cocina aquellas fuentes de chorizo, tocino de barbada o morcilla de carnero y cogíamos resuello hasta la hora de comer cuando nos daban las tantas viendo las vacas embestir.

Pero antes de las vacas gordas, de los pisos de lujo, de los coches caros y los grandes hoteles de las ferias, Marina conoció la modestia de aquella casa de la calle Caleros de Salamanca, donde dio a luz sus tres hijos y los fue criando con esa decencia de la gente que tiene lo justo, para vivir con decoro. Y cuánta paciencia te dio Dios para vivir discretamente junto a un torbellino de hombre como Ramón, que se ha movido por la vida como un león, luchando desde la nada hasta tenerlo todo de sobra.

Supongo que la primera vez que volviste a Salamanca para hospedarte en el Gran Hotel y sentarte en una barrera para ver las corridas de feria, te parecería un sueño y cuando te tocaba esperar pacientemente mientras Ramón se pegaba a la barra horas y horas, con sus discursos sobre la vida y sobre Franco, nadie te vio y nadie te notó jamás esos pecadillos de la vanidad de los nuevos ricos porque no iba contigo ni la ostentación, ni el hacer de menos a nadie, ni de olvidarte de los que tratabas y querías cuando tú también eras menos.

Cuando paso por la plaza de Gabriel y Galán y veo la estatua de ‘El Ama’, pienso que si el ama viviera ahora y la llevaran en Mercedes como vas tú, sería como tú eres y llevaría como mucho un sencillo collar de perlas y un relojito de oro. Esta primavera cuando fui a veros después de algunos años comprendí el esfuerzo que debería costarte vivir como una reina en la suite de ‘Lagartijo El Grande’, del mejor hotel de Córdoba, donde no hacía falta que pidieras nada porque te adivinaban los deseos. Pero yo sé que te gustaba más vivir en tu casa de aquella plaza de Sevilla, con tus cuadros, tus fotografías y tu tertulia de amigas rodeando la camilla. O en la finca cordobesa, entre el trajín de los vaqueros y los tractoristas.

Y siempre con tus hijos y tus nietos, templando gaitas, evitando el choque de temperamentos distintos, dando siempre ese temple de serenidad y cordura, porque tú venías de esa raza especial de las mujeres de Castilla que saben de la resignación y el sufrimiento. Por eso no querías ver sufrir a los demás. Eras como las gallinas de las dehesas que siempre tienen las alas extendidas para que vengan a refugiarse los polluelos cuando sienten temores o necesitan cariño. Hace ya bastantes días que esperaba la noticia. Y esta mañana de los Sanfermines (¿te acuerdas de aquel Plamello que mataron a tiros porque había matado a un mozo en el encierro?) me ha llamado Ramón llorando para decir que van a quemar tu cuerpo y a repartir las cenizas por esos campos de toros bravos.

Hasta en esto has tenido esa sabiduría antigua de la fugacidad de la vida. Y has querido quedarte flotando en el cielo y abonando la yerba de los cercados. No he tenido valor para volver al verano achicharrado de esa Córdoba seca, porque es difícil decir este adiós sabiendo que nacen muy pocas mujeres como tú. Me hubiera gustado despedirte en una mañana suave cuando florecen los almendros en las laderas de Medina Azahara, pero cuando llegue la primavera, las cenizas de tu alma se confundirán con esas flores.

Alfonso Navalón, julio de 1998

Valga el lienzo de nuestro compañero Giovanni Tortosa como ilustración a tan bello ensayo.