El que más pone más pierde. En el amor lo cómodo es dejarse querer. En el toreo pasa lo mismo. Pierde casi siempre el que se entrega, el que no se cansa de acudir al desafío. El torero está esperando mientras mide y se sitúa ventajosamente para cada lance. Al torero le basta con mantener en el contrario la ilusión de embestir. Sabe que cada vez que cite va a tener la respuesta de la arrancada ciega y noble. En el amor la muleta es como la amapola de la pasión. Querer o dejarse querer. El que caza a la espera siempre cobra pieza. El que la busca a salto de mata, raras veces la encuentra. No siempre en el juego divino del amor la respuesta tiene la misma medida. Eso es lo soñado y lo ideal: Adelantarse a los sentimientos de la pareja y sorprenderla con la ilusión cumplida.

En el apasionante coqueteo de la aventura que marca el nacimiento de un romance hay siempre una hermosa estrategia de adelantar o retrasar los besos. Si el primer beso llega en el momento justo de una espera compartida, ya está abierta esa puerta a la esperanza de un amor razonablemente duradero. Si uno de los dos juega con ventaja el otro irá siempre a merced del camino que quiera marcarle la cabeza dominante. En el toreo y en el amor lo malo es perder los papeles. Y quien pierde los papeles siempre es quien pone más corazón que cabeza.

Cuando era un adolescente conocí a un poeta cojo y borracho. Una madrugada pronunció una frase que se me quedó clavada en la memoria como una banderilla: «No hay nada más efímero que un amor eterno». Yo entonces estaba viviendo uno de esos amores en el que parece que se te va la vida. Era el primero. Duró exactamente dos meses y desde entonces, cuando en la tertulia de madrugada del café de ‘Las Torres’ encontraba al poeta borracho, empecé a venerarlo como a un sabio.

Luego en mi ya larga carrera de tirarme como espontáneo a los precipicios del querer, repaso mi modesto historial y casualmente cada cuatro o cinco años sentía esa convulsión demencial de haber descubierto a la mujer de mi vida. Y por su culpa o la mía después de esa ‘eternidad’ que dura entre uno y cinco años, todo se queda en un dulce recuerdo, en un desencanto, y en el hastío. O lo que es peor ¡en el odio!

Lo malo de estos sobresaltos sentimentales es que siempre se marcha el que se lo ponen fácil. Y cómodo. Ya es sabido que la sepultura del amor es el matrimonio. Muchos sobreviven por la resignación, la tolerancia o el respeto a los hijos. Los que se salvan son los que se pelean cada cierto tiempo. Las riñas rompen la rutina y las reconciliaciones tienen siempre un morbo especial.

Sucede a veces que te casas con una verdadera alimaña, absorbente y dominante. Entonces te invade el espanto de la huida. Es lo que entendemos por volver el culo en la cama o ¡déjame en paz que me duele la cabeza! Hay mujeres que padecen jaquecas pertinaces. Hay hombres que siempre llegan agotados del trabajo. Se me ha ido el santo al cielo porque pensaba centrarme en uno de esos grandes amores tan apasionantes al principio y que al final se rompen porque uno se desborda de pasión y de ansiedad hasta acabar atosigando a quien mantiene los pies en el suelo. Por eso os decía que aquí pierde el que más arriesga. Siempre me han gustado los amores ‘imposibles’ y sigo en esa línea.

En esta dorada decrepitud me gustan mucho más las casadas o las que tienen novio formal. O los reencuentros de ilusiones frustradas hace muchos años. Como tengo alma de torero, me atrae la emoción del peligro. Algún día os contaré la historia de una relación de alto voltaje. Una mujer bravía casada con un médico amigo que inexplicablemente se volvió loca de amor y después de un año asaltando camas por los sitios más inverosímiles (incluida la nupcial) decidió divorciarse, y ese día comprendimos que nuestro amor había dejado de interesarnos. Porque ya no había emoción.

Alfonso Navalón, noviembre de 1997

Valga el lienzo de nuestro compañero Giovanni Tortosa para ilustrar el texto de Navalón.