Hace días fuimos a El Burgo de Osma para visitar la última edición de ‘Las Edades del Hombre’. De vez en cuando es saludable darse un baño de estética e historia en este frescor de las catedrales para que el alma se esponje de tanta rutina y tanta presión diaria. Ha sido como volver a los viejos tiempos de peregrino de la cultura, cuando camino de las grandes ferias echaba antes un par de días sin mapas ni horario, para salir de la carretera buscando los caminos que acababan en un castillo, una iglesia o una casa solariega.

Era un apasionante rosario de sorpresas desde Carmona o Los Santos de Maimona, a Sepúlveda, Tarazona, el románico de Palencia y de Soria, las ‘catedrales’ montaraces de Castilla, las ermitas perdidas en los valles de Navarra o del Pirineo. Todo un goce de sorpresas, cuando de pronto encontrabas piezas excepcionales como una pila bautismal visigótica, un cáliz del siglo X o una de las tres tallas de piedra policromada de las tres únicas vírgenes que hay en toda España dándole de mamar al niño, ‘Nuestra Señora de la Buena Leche’, que una está en Benavente, otra en una iglesia rural según se va a Peñaranda a la derecha y otra que no recuerdo.

La Iglesia siempre tuvo pudor en no enseñar las tetas de la Virgen y en tapar las vergüenzas de los cristos con faldones hasta la rodilla. Luego, la visita a los chamarileros de España y Portugal, donde un día compré a precio de risa una colección de 20 crucificados, uno de ellos gótico, que valía un potosí, o una colección de candelabros con pies de garra y base triangular. Luego tuve la suerte de conocer a dos anticuarios aficionados a los toros y partidarios de mis crónicas que me ofrecían piezas excepcionales al costo de ganga, que se las compraban a las monjitas ignorantes de los conventos.

Delfín era el rey de los gitanos de Tarazona de Aragón, por tres mil pesetas me agenció una naveta del XVII y un friso deslumbrante. Luego descubrí a Valero en Zaragoza, y se volvió loco de alegría cuando lo dejé torear una becerra en el tentadero de otoño. Por entonces andaba yo con el ansión de una virgen románica y en la primavera se presentó en ‘El Berrocal’ y sacó del maletero del coche una virgen sedente del siglo XII. «Te la regalo porque la cabeza y las manos del niño son falsas, las dejaron quemar las monjas con la llama de las velas, pero las he reconstruido y no se nota nada».

Otro día en el desván de un pintor loco y solitario de Granada encontré una caja de música de palo santo con marquetería dorada, roja y azul. Estaba fechada en Ginebra en 1782 y me la arregló el señor Albín, de mi pueblo, que afinaba los manubrios. Podría escribir un libro sobre estos viajes, como el episodio del hallazgo de un descendimiento en una tienda de Murcia donde me llevó Tico Medina buscando libros viejos.

Era un lienzo sucio y cuarteado que podía ser de El Greco o de un discípulo de su taller. Valero me enseñó la técnica de limpiarlo frotándolo con una patata partida al medio y sacó un colorido de azules espléndidos. Años y años fisgoneando por los trasteros, saliendo sin comprar o encontrando de pronto lo que menos te esperabas, como aquella cabeza soberbia de San Pedro en la tienda de un gitano de Medina de Rioseco.

Era un lienzo enorme, tosco y de proporciones detestables. Pero la cabeza debía ser obra de un maestro. Corté ese trozo y tiré el resto. Le puse un marco antiguo a la cabeza y un día el escultor Venancio Blanco se quedó admirado. ¡Pues si vieras la mierda que era el resto! Muchos años con el veneno del arte rodando por esos pueblos para acariciar la sorpresa de un retazo de siglos entre el polvo del olvido.

Otra vez un viejo anticuario de Madrid, me vendió tres lámparas de la iglesia de Robliza. Pocas cosas habrá en esta vida tan apasionante como esta paciente búsqueda del pasado. Otra vez me pierdo en los recuerdos. Pero otro día os contaré la historia del viaje. Ahora pienso que todo aquello que apenas me costaría en total un millón, valdrá mucho más de cincuenta. Y es que en España hay tres Vírgenes de la Buena Leche, pero yo tuve la desgracia de cargar con ‘Nuestra Señora de la Mala Leche’. Y se lo llevó todo. Por lo visto, era patrimonio de su distinguida familia, que se dedicaba al aristocrático oficio de vender pieles de ovejas.

Alfonso Navalón, julio 1997

En las imágenes distintos monumentos de la ciudad soriana, El Burgo de Osma