Como no tengo sombrero ancho no pude ir a la feria de Sevilla. Tenía a mi disposición la espléndida casa de mi amigo Ramón en la aristocrática plaza de la República Argentina, donde viven los millonarios de Sevilla. Tenía un abono de contrabarrera justo al lado de la Puerta del Príncipe. Tenía además la señorona casa de Ignacio de Cossío junto a los jardines del parque de María Luisa. Pero como no tengo sombrero me pareció ridículo ir. Resulta que tenía una espléndida colección de siete sombreros, siete, de la época en que toreaba tantos festivales.
Desde el negro cordobés de copa alta al estilo antiguo, hasta el gris perla jerezano con un vivo negro en la cinta. Tenía otro canela también de copa alta que me costó mucho trabajo recuperarlo porque se lo presté a Andrés Vázquez para torear un festival en la Monumental de Madrid y no quería devolverlo. Tenía un cariño especial por otro marrón que me regaló Rafael ‘El Gallo’ una mañana en Sevilla allá por los años 50 cuando iba con la tuna tocando la pandereta por la calle Tetuán y al ver a aquel genio detrás de las cristaleras del café Gran Britz, dejé a la tuna y me pasé la mañana entera hablando de toros.
Pero mis siete sombreros desaparecieron para engrosar el patrimonio de ‘gananciales’ de mi difunta esposa cuando pensaba llevarse también mi ganadería a su espléndida finca de cinco hectáreas ‘El Sol de Mayo’ para ponerse un sombrero distinto cada día de la semana. Decliné la visita Apenado por la desaparición de los sombreros he declinado un año más la visita a la famosa feria de Abril. El jueves recibí las dos últimas tentaciones. Por un lado Ruth me propuso salir el viernes por la noche, dormir en la finca de un amigo de Badajoz y estar hasta el lunes con el pescaíto, las sevillanas y el fino. Luego otro compañero de ‘La Gaceta’ me dijo que saliera a El Bodón y nos íbamos juntos por la carretera del puerto de Perales para atajar distancia. Así que me puse la gorra de campo y metido en el túnel del tiempo di marcha atrás treinta años para recalar en una tarde de sol radiante en la solera antigua de la plaza de tientas de Calzadilla de Mendigos.
Después de tantos años conservaba fresco el recuerdo de esa obra maestra de la arquitectura campera, rebosante de solidez y sobriedad. Recordaba las enormes lanchas de piedra separando los chiqueros y aquella lancha de más de seis metros enteriza que va por encima de un corral. Recordaba la última tienta en vida de don Ignacio Sánchez y Sánchez, ya completamente ciego, que seguía ‘de oído’ los pormenores del tentadero de aquellas vacas hermosas de ‘Trespalacios’, con pelos tan variados que hasta vi algunas berrendas en jabonero. Algo que nunca conocerán los aficionados modernos. Recuerdo al ganadero, averiguando por el sonido de las pisadas y el ruido del estribo, la nota que debería ponerse a la vaca, mientras preguntaba a sus hijos cómo metía la cabeza en la muleta. Recuerdo la última visita a Calzadilla cuando muerto el patriarca, fuimos a ver una corrida soberbia de nuestro Manolito ‘Sonri’ que la iba a lidiar días después en la feria de Salamanca.
Los toros eran como una estampa de las viejas litografías de finales de siglo pasado moviéndose entre los robles y las bardas. Encuentros. Ahora ha llegado de improviso invitado por Javier García Tabernero el veterinario sobrino de Andrés Ramos. Y encuentro a Félix García Gascón, el ganadero, nieto de otro ganadero inolvidable, aquel don Ángel Sánchez y Sánchez, uno de mis primeros fieles lectores, que me escribía largas cartas a la redacción de ‘El Ruedo’, cuando los capitostes de la ganadería salmantina empezaban a mirarme con recelo.
Sería largo de contar la historia de un festival en Cariñena, donde fui a torear y al preguntar por los becerros nos enseñaron una corrida de toros cinqueña de don Ángel Sánchez que le había sobrado esa temporada. ¡Aquello sí que fue un trago! Pero ahora andamos por otra vereda y no olvidéis recordarme que os lo cuente otro día. Apenas conocía a este joven ganadero que tiene algo singular: No ha querido ser de Domecq ni de Atanasio. Se ha ido a recuperar lo de Murube que tenía su abuelo y por si no lo sabéis, con una punta de vacas de don Ángel se hizo ganadero el viejo Juan Pedro Domecq. El caso es que Félix se pasó la tienta exigiendo rigurosamente a sus vacas mandando tres a criar con el charolés y aprobando una sola, mientras trataba de atajar las travesuras de su niño que no paraba de hablar ni de moverse hasta que lo subieron al viejo banco de hierro de la meseta de toriles para que lo aguantara su paciente madre.
Cuando piensas que estás de vuelta de todos los secretos del campo ganadero, da gloria encontrarse con esta generación nueva, de gente sencilla que asume con realismo y seriedad seguir las viejas tradiciones de las casas grandes aunque ya no dispongan de aquel lujo de vaqueros y cabestros rumbones con zumbos donde cabía una cuartilla de trigo. Ahora casi todas las fincas son de nuevos ricos figurones ajenas al campo y a los saberes montaraces. Es un placer de los sentidos volver a estas fincas antañonas con sus cercas de piedra o de pizarra, con la sabiduría de las callejas trazadas a favor de querencia para que el ganado vaya a donde debe sin tener que darle caballazos. Estuve un rato al caer de la tarde viendo la perfección de lo que llaman ‘el cercado nuevo’ que debió ser el último que hicieron, tan ‘nuevo’ que lo terminaron a principios de siglo y tiene los tapiales más altos que los demás porque era para desahijar y evitar que en esa noche de locura cuando las vacas braman por los hijos perdidos y salten todo lo que se le ponga por delante.
Aquellos pedreros hicieron una obra de arte en estas cuatro paredes donde el paso de los años no ha logrado mover ni una sola lancha de pizarra, calzadas al milímetro para rematar lo que años más tarde se hacía con lomo de perro. Y en todas las cercas están las saltaderas. Trozos de piedra lisa que sobresalen de la pared a modo de escaleras para entrar en el cercado sin abrir las porteras. Sabiduría antigua de los que mamaron el campo y lo tenían todo previsto. Porque estas saltaderas también servían de salvavidas cuando se arrancaba un toro. Vamos a ver una tropa de yeguas inglesas que es el caprichito del joven ganadero. Capricho que no me encajó nunca porque una yegua come tanto como cuatro vacas de casta. Y como dos mansas.
Hay una charca enorme en medio del valle que no le da más que disgustos porque se le llena de pescadores al ‘husmo’ de las sabrosas tencas. Vemos el sitio donde irá la plaza nueva. ¡No la hagas de bloques por favor!, con cuatro entradas distintas para engañar al ganado si se ponen modorros negándose a entrar por la misma portera. Esto no lo saben los ganaderos nuevos. Antes de hacer los corrales de una plaza hay que estudiar las querencias y contra querencias por eso es imprescindible pensar en tres o cuatro mangas de encerrar. Cosas de nuevos ricos Los nuevos ricos le hacen sólo una y muchas veces se tiene que ir el camión de vacío porque no son capaces de encerrar la corrida.
Vamos a ver los novillos con cuajo de toros y le señalo el defecto de los cuernos gachos que le cierran el paso a plazas de cierto respeto. Deben ser los hijos de las vacas de ‘El Capea’ que se quedaron cubiertas del mono que trajo de Venezuela. Me quedo embobado viendo un toro marcado con el número dos. Un prototipo de Murube con esa belleza perfecta que tuvo aquella ganadería antes que la desbaratara Carlos Urquijo. Un toro serio, hondo y armónico, con los pitones para pasar cualquier reconocimiento pero sin asustar a ningún torero. Félix: Yo que tú ese toro se lo echaba mañana mismo a las vacas, porque con esas hechuras no puede fallar. Nos quedaba todavía la sorpresa de la casa, un antiguo convento de frailes rehabilitado para continuar viviendo por el buen gusto de su abuela. Y aparte de los dos jardines, las paneras, los pajares, las cuadras y las casas de la dependencia, nos refugiamos en la antigua iglesia convertida actualmente en salón de estar, con un arco de medio punto, una chimenea de piedra y una mesa enorme hecha con dos viejos fuelles de fragua.
Encima de esa mesa nos espera la suculenta merienda, el vino de solera y la charla chispeante, sin prisas por volver a la noche de las discotecas de Salamanca para escuchar eso de «quién me curará mi corazón partío…» Se me olvidaba deciros algo muy importante. Cuando entrábamos a merendar volvían los vaqueros con las eralas que se tentaron en la plaza de Calzadilla. Sólo llevaban tres, eran el desecho que iban al cercado de las mansas para que las cubra el charolés. La otra se había quedado ya en el cercado del semental de bravo. Seriedad. Como debe ser. Si se mataran o se apartaran las vacas de desecho no saldría tanto borrico por esas plazas. Va a ser mucho contaros ahora lo que disfruté al día siguiente en ‘Villares’, donde tienen una de sus fincas Alberto y Javier García Tabernero, los sobrinos del inolvidable Andrés Ramos. Pero eso ya es otro cantar.
Os hablaré de un caballo de campo excepcional, hijo de una yegua de Félix y de un caballo español. Os contaré cómo es el gran corral donde apajaban a los bueyes. Y sobre todo veréis alguna foto de una de las plazas más bonitas y más antiguas del campo charro. Hecha toda de pizarra, sin argamasa ni cemento. Os contaré la historia de la vaca fea y de la hazaña del señorito Alberto que hizo la machada de poderle con corte de torero antiguo. Si tengo tiempo y ganas este invierno voy a echarlo recorriendo las más viejas plazas olvidadas del campo charro, esas joyas que milagrosamente han sobrevivido a la horterada de los tentaderos de cemento y bloques pintados de blanco al estilo andaluz. Y a descubrir también a estos ganaderos nuevos que viven al son de los tiempos, con los pies en la yerba que pisan.
Alfonso Navalón, mayo de 1998