Antes daba gloria porque la gente daba juego. Bastaba con saber elegir estratégicamente a los protagonistas. O dejar que ellos te eligieran a ti. Pero el filón se acaba y cada vez que buceo en el panorama taurino en busca de un personaje para una historia que pueda interesar al lector, no encuentro más que mediocridades.

Antes las figuras del toreo despertaban el interés del público porque tenían claroscuros en su vida para escribir en un sentido o en otro. Desde Luis Miguel hasta El Cordobés, pasando por Ordóñez, cada vida era una película. Ahora los toreros no tienen gancho en la calle. Son seres uniformados, más bien formalitos, más bien funcionarios que van a lo suyo.

Al gran público le suenan más los romances de Jesulín que la vida sensata de Enrique Ponce. Le interesa más saber más del Cordobés hijo que de la trayectoria artística de José Tomás. Y Rivera Ordóñez le debe más a la fama por su casorio con Jeñita Alba (¡Hay que tener valor y cojones!) que por sus pasos en el ruedo.

Hace poco la televisión rosa ha dedicado amplios espacios a un ‘homenaje’ de la gente frívola a Finito de Córdoba, sin que se tenga noticia que guarde alguna relación con sus poco afortunadas actuaciones con el traje de luces. Y así todo. Te ves negro para encontrar algún torero, apoderado o ganadero que tenga algo para contar.

Y cuando te entra la vena sarcástica tienes que tirar de mediocridades como Martín Arranz, oscuro individuo que intriga en la sombra y que ahora está representando el papel del maquiavélico Camará, aquel intrigante cordobés que dominó el negocio taurino y no dudó en sacrificar para su provecho a hombres tan importantes como Manolete, que siendo una figura de época a la hora de la verdad sólo era un pelele en sus manos.

Alfonso Navalón

Al respecto del tema que aborda Navalón, hace ahora treinta años, salvo Enrique Ponce al que nombra Navalón, sin que Alfonso imaginara que Ponce tiraría por la calle de en medio, todo sigue igual y, lo que es peor, con más frivolidad que antaño.