Dice Ortega en su de sobra conocido prólogo al libro del Conde de Yebes Veinte años de Caza Mayor (Madrid, 1943) que «además de ser en el toreo recíproca la persecución―en referencia al acto venatorio, que indefectiblemente implica perseguir a la presa o esperarla en su terreno―, decía antes que ni el torero caza al toro ni éste a aquél, a pesar de que ambos se van de lo lindo al cuerpo y no se andan con chiquitas. Pero ni el torero pretende «apoderarse» del toro ni el toro del torero―se refiere aquí al hecho de que el cazador (y entiéndase que también el pescador) no mata por matar sino que busca apoderarse para su estudio o consumo, viva o muerta, a la presa―. La embestida del cornúpeta lleva una intención casi opuesta al «apoderamiento».» Ya fuera del texto, en una anotación, aclara que las intenciones del torero no son siquiera parecidas a las del toro y recalca que son «(…) material muy sutil» y que más tarde lo aclararía en su libro Paquiro o de las corridas de toros. Libro, por cierto, no acabado por Ortega, pues murió en 1955 dejando varias carpetas de notas tras de sí entre las que se encuentra la titulada Toros, de donde saldría dicho título. El filósofo, seguramente el más brillante de los que haya dado España, aún acertando en sus conjeturas no llega finalmente a rematarlas o sublimarlas como sí hace con sus conclusiones respecto de la venación. El toro y el torero no se cazan mutuamente y sí luchan, pues―siguiendo los criterios de don José―están ambos seres zoológicamente en el mismo nivel como un león y un tigre o una cabra y una oveja, salvando que éstas últimas no son actores de caza sino presas. Precisamente sobre ese combate hablo, y sobre la incógnita que deja sin contestar ¿Cuáles son las auténticas intenciones del torero en esa pelea? La enjundia de todo este argumento es, sin miedo a equivocarme, la discusión de cómo surge el arte taurino en la corrida de toros, sus principios éticos básicos y los valores de fortaleza mental, inteligencia y valor que el torero, por arrogancia o pundonor―que a efectos prácticos lo mismo da uno que otro motivo―, demuestra en el ruedo. Precisamente son esas tres cualidades las que desarrollan el arte a lo largo de la lidia cuando entra en juego la ética taurina o lo que podríamos señalar como pentálogo del buen torear:

 

  1. Las fuerzas en la lucha taurina deben estar igualadas. O séase, no caben trucos, ventajas y manipulaciones. Si el animal está mermado, ha de ser el propio matador quien lo denuncie ante la autoridad competente. En caso contrario es tan culpable como aquel que ha mermado al toro.
  2. Para ofender hay que exponerse a la cogida o, lo que es lo mismo, para torear se debe proporcionar al toro una oportunidad clara y factible de coger al oponente, siendo ésta no una temeridad como torear pegado al animal, sino cargar la suerte, o en su defecto levemente de perfil siempre sin forzar posturas ni estirar los brazos.
  3.  El matador tiene la obligación de lucir al toro en todos los tercios de la lidia lo que redundará en su beneficio, pues cuanto más se sepa del toro que se está lidiando con más justicia le juzgará el tendido.
  4. Se ha de torear de frente, de delante hacia atrás y de arriba hacia abajo, y colocando en el embroque de cada pase el medio pecho a fin de ofrecer un claro objetivo al toro.
  5. Racionalmente se debe dejar su espacio al contrario, dejar al toro arrancarse de lejos con todas las ventajas, pues así se burla una embestida. Lo contrario es burlarse de la embestida pues el animal por la disposición de sus ojos no es capaz de calcular y ni siquiera ver algo o la distancia a la que está eso cuando se situa en un ángulo de unos veinte grados y a corta distancia, no superior que el largo de sus pitones a partir de los cuales es capaz de pasar de la bifocalidad a la uniofocalidad también en un ángulo de veinte grados.

 

Apartando esta primera cuestión para más tarde conviene ir siguiendo el argumento de Ortega, del que si extraemos su jugo surgen nuevos interrogantes. El más claro e importante seguramente es ¿Por qué razón la muerte del toro? Si bien esta cuestión Ortega la pospone al libro que quedó sin escribir, su respuesta se encuentra en la suave y llana senda de la biología animal o bien dentro del zarzal de una enmarañada barranca de la existencia animal y las obligaciones morales que el hombre tiene con ella. Para no complicar más el artículo y por si alguno de nuestros amigos de piel más fina e inestable catadura moral aparece por aquí, mejor tomemos amigo lector el sencillo paseo a la vera del torrente de la biología.

Debemos partir de la base de que en la tauromaquia el toro bravo (Bos primigenius taurus) y el hombre (Homo sapiens sapiens) se igualan brevemente en su zoología, ocupando el animal junto al humano la cúspide en esta pirámide de relaciones interespecíficas que existe en la naturaleza, que se ordenan en función de a qué depreda cada estrato. Evidentemente, ésto no se entiende si no se comprende la biología animal y el funcionamiento interno de los ecosistemas, por lo que exclúyanse automáticamente del objetivo de este artículo mis queridos «antiespecistas» que tan cínicamente confunden para su beneficio―que de algún tipo lo deben obtener: satisfacciones, alegrías…―la realidad natural. El toro asciende a ese nivel precisamente por la naturaleza de su comportamiento, su inteligencia y sus instintos en los que el hombre ve la máxima representación de un contrincante digno sin llegar a ser otro ser humano, pero a su misma altura. En esta realidad, al encontrarse dos seres de igual nivel, según dice el filósofo, cuando se enfrentan no se cazan entre sí, sino que luchan. Leones y tigres, leopardos y jaguares, guepardos y lobos, osos de todos los rincones del mundo, cocodrilos y caimanes, tiburones… todas esas luchas, muchas ficticias e imposibles, de estos animales del nivel que he dado en llamar Depredadores―que es justo inferior al que ocupa el hombre en lo alto y al que se alza el toro bravo―están sumamente igualadas aún en la diferencia de potencia en el mordisco, pues cada uno tiene sus propias estrategias para pelear, su juego que dice don José. Y es en esa lucha sabido por todos que cuando dos fuerzas animales están igualadas, la pelea se decide con la muerte del rival, comportamiento que observamos también en el toro. Así mismo ocurre en la pelea con el ser humano del bóvido ibérico por excelencia, pues el hombre en su arrogancia y amor propio ha elevado al toro a su nivel. Es por ello que el toro muere. El toro o el torero, pues o las armas del hombre: razón, trapos y estoque, o las del toro: astas, fuerza bruta e instintos, acaban con su oponente sin miramientos. Más apartado, en la imaginaria barranca que he enunciado antes, quedan razones como el honor, la gloria… que resultan zarandajas o nimiedades cuando se encuentra un argumento de peso como la certeza biológica de un orden entre las especies para el correcto funcionamiento de los sistemas ecológicos.

Por Quesillo

FIN DE LA PRIMERA PARTE.