El hijo menor de aquella familia de clase trabajadora les dijo a sus padres que quería ser torero.

Su padre no se opuso a la decisión de su hijo, la madre tampoco aunque sí le dijo con alguna lagrima escurriéndose por su mejilla que ella le había parido y traído a la vida y que ojalá Dios no permitiera que un toro se la arrebatase.

(Esa incertidumbre solo la conocía el futuro).

El chaval apenas tenía 15 años y poco sabía de la vida, a su corta edad solo había asistido al colegio, a las celebraciones familiares, (algún bautizo, alguna comunión y alguna  boda), su vida cotidiana se resumía a su hogar familiar, a la salida por su barrio con los amigos y a sus clases del colegio.

No sabía lo que era la vida de torero, no sabía los sacrificios que iba a tener que hacer, las nuevas vivencias que le esperaban, los nuevos compañeros, muchos de ellos con mucha más edad que él, también conocería el fracaso, el éxito, la soledad, la verdad y la mentira de ese mundo que era como una jungla donde en aquellos tiempos en que la tauromaquia estaba de moda, también estaba abarrotada de todo tipo de personas, personajes, personajillos, de empresarios serios y de empresarios sin escrúpulos, de apoderados formales y de apoderados que sólo les movía el interés personal del dinero y la comisión.

Los padres del muchacho no conocían el mundo en el que se iba a meter su hijo, sólo sabían lo que habían leído en alguna revista o visto en alguna ocasión por televisión, interpretaban lo típico de que los toreros que llegan arriba ganan mucho dinero, que consiguen fama y que los toros son peligrosos porque pegan cornadas y cogen a los toreros.

El chaval, sólo sabía que se había quedado prendido del mundo del toreo en una novillada de aquellas llamadas económicas en aquellos tiempos, en el pueblo de su abuelo cuando este llevado de la mano del mismo le llevó aquella plaza tan pintoresca, donde saludó a aquellos muchachos algo mayores que él vestidos de toreros, donde percibió la admiración que sentían todas aquellas gentes del pueblo incluidas las mozas, damas de honor y reina de las fiestas, le gustó aquel paseíllo con aquellos capotes bordados tan bonitos, sobre el hombro de aquellos torerillos, alguno algo descolorido pero que daba color a aquella tarde tan bonita para él, le hipnotizó en definitiva aquel ambiente y más aún cuando vio aquellos novilleros realizar buenas faenas a su corto entender y salir a hombros aclamados por aquel público lleno de emoción, entusiasmo y admiración por aquellos chicos un poco mayores de su edad.

Aquello se le clavó en el alma, en su mente y en cabeza solo le persiguió la obsesión por intentar ser torero.

Por aquellos tiempos los chavales tenían dos formas de intentar ser toreros, o irse a la dureza de las capeas u optar por inscribirse a una escuela taurina que en aquellos tiempos empezaban a echar andar y estaban teniendo muy buenas críticas y aceptación sobre todo por los aficionados y por parte de la prensa de la época.

Optó por la segunda ya que le permitiría seguir estudiando y al mismo tiempo conocer la tauromaquia antes a través de aquellos maestros, ya que todos habían sido grandes toreros y alguno de ellos figura del toreo.

Quizás si se hubiera decidido por ser torero en las capeas hubiera sido más romántico, hubiera sido más autodidacta, también hubiera sabido el trabajo que cuesta torear una novillada, pero también es verdad que lo que le enseñaría la vida de las capeas en varios años, lo podría aprender de quizá mejor forma y en muchos menos tiempo en las manos y en las clases de la escuela taurina a la vera de aquellos grandes maestros que por cierto alguno de ellos tuvo sus comienzos en las duras  capeas de los pueblos.

Después de que el muchacho se apuntó a la escuela taurina, llegó la cruda realidad, tenía que comprarse trastos de torear (capote y muleta) aunque fueran de segunda mano y eso ya suponía un esfuerzo económico, sus padres se lo pagaron, después llegaron aquellas largas tardes de entrenamiento a la salida del colegio donde el chaval acompañado de otros chicos con sus mismos sueños toreaban de salón hasta que asomaban y eran testigos de sus lances al viento, la luna y las estrellas, no importaba el calor de aquellas tardes de verano ni el frío cuando llegaron las duras tardes de invierno, la ilusión de ser torero podía con todo.

Con el tiempo toreó sus primeras becerras y destacó por sus buenas maneras.

También los maestros ante sus buenas condiciones y gran afición le pusieron en novilladas que le sirvieron para adquirir oficio e ir cogiendo ambiente por los pueblos.

Estaba descubriendo un mundo nuevo y apasionante que cada vez le enganchaba más.

Le salió apoderado y dejó la escuela taurina, ahora ya empezaba a torear novilladas con picadores.

En pocos años su vida había cambiado, aquel niño que apenas había salido del hogar familiar, ahora viajaba por toda España, tenía o eso creía él muchos nuevos amigos, tuvo la suerte de que su apoderado era un hombre formal y velaba por los intereses suyos como si fueran propios, se encariñó del muchacho que quería como a un hijo.

Llegaron muchos triunfos, alguna tarde también menos acertada pero aquello iba viento en popa, los triunfos se sucedían, también llegó el bautismo de sangre (primera cornada) que el chaval superó sin ninguna secuela.

Y ante aquella meteórica y brillante carrera novilleril, por fin llegó la alternativa, cartel soñado y tarde de lujo, el nuevo matador de alternativa salió  triunfante a hombros entre multitud de personas que le aclamaban al grito de «torero, torero» , aquella tarde – noche, la habitación del hotel donde se cambiaba se llenó más que nunca de gente, el nuevo matador estaba en una nube, apenas pudo abrazar a sus padres que también acudieron al hotel para disfrutar y compartir con los demás el triunfo de su hijo.

Después de aquella corrida el chaval cambió de apoderado, se fue con una gran empresa taurina, que le hicieron una exclusiva de 50 tardes.

Aquella primera temporada de matador de toros fue brillante.
Pero aquella racha de suerte se esfumó en segundos pues justo al comienzo de la siguiente temporada un toro cogió al joven matador y le pegó una cornada que le dejó inútil para seguir ejerciendo lo que más amaba.

La vida siguió, pero de diferente forma para él, no más aplausos, no más abrazos, no más felicitaciones de mentira, su nombre ya no iba a estar anunciado en los carteles, amigos le quedaron cuatro y  sobre todo le quedó lo que siempre tiene un hijo, el cariño y el amor, el de su padre y su madre.

La vida siguió y sigue, el apoderado siguió buscando futuras figuras del toreo, el empresario siguió dando sus ferias, la vida continuó y aquel torero con condiciones de figura se sacó la carrera de psicólogo, aquello le ayudó a superar aquella especie de trauma, ahora escribe libros de auto- ayuda y superación y es un hombre de éxito en su nueva faceta en gran parte por todo lo que aprendió en el mundo del toro.

Un día le dio por abrir el armario donde descansaba en una percha el último traje que vistió de luces, aquel vestido de torear seguía casi intacto, tan solo las lentejuelas del bordado y la chaqueta habían perdido algo de brillo, la taleguilla no había sido restaurada y mantenía el gran agujero y roto que le había producido su último toro en aquella infortunada tarde para él, mirar fijamente a su vestido de luces le hizo recordar muchas cosas vividas con una velocidad que ahora pasado el tiempo le parecían un suspiro y que quiso desgranar y contar en un libro que en la actualidad sigue escribiendo.

 Julián Maestro, torero