De recuerdos vive el ser humano y de recuerdos se alimenta su alma. La evocación de un torero en el imaginario colectivo a veces se ve distorsionada por su leyenda, y hay casos en que la leyenda se ve superada por la realidad. El 5 de Junio del año 89 se corrió el 24º y último encierro, con el yerro de Victorino Martín en el anca, de la Feria de San Isidro de ese mismo año y reunió, en una misma tarde, a tres toreros a los que su leyenda se les queda corta. Un, ya maduro pero tan valiente como de joven, Francisco Ruiz Miguel, vestido de grana y oro, un apoteósico Luis Francisco Esplá, fantasma de la época de oro del toreo con un terno de corte antiguo bordado en azabache y de seda color marino, y un Antonio Sánchez Puerto, de rosa y oro, ahíto del licor del buen toreo pero eclipsado por sus oponentes humanos. No en vano, el día anterior, Victorino dijo de Esplá y Ruiz Miguel que eran las auténticas figuras frente las que estaban arriba en el escalafón de las que dijo: «A lo largo de la feria se han quejado muchas de estas llamadas figuras de que se caían sus toros, que no embestían. Lo tienen fácil, que se sometan a la prueba de mis toros, a ver si dan la talla». Mientras, afirmó que Sánchez Puerto demostraría su madera de figura al matar con éxito la corrida de Albaserrada.

Todo se encaminó hacia una tarde de excelencia y arte. Arte de verdad, que no contemporáneo.

Escribió Gerardo Diego, poeta muy admirado por el autor, en La Suerte o la Muerte. Poema del toreo (M., Taurus, 1963):

«Dejadme solo». La espada dibuja un arco preciso y expulsa del paraíso la cuadrilla avergonzada. Solo. Soledad cerrada. Solo. Soledad abierta al solo cielo, a la puerta de la gloria que no olvida. Porque es soledad la vida y la muerte está bien muerta.

Y tras ese último verso Ruiz Miguel se alzó frente a los toros grises de Victorino. La majestad, la gallardía y el valor unidas en un mismo traje de luces pisaron el albero de Las Ventas una vez más, y si no hubiera sido por la espada frente al marrajo Paquetero con poco más de 570 kilos, el enfrentamiento a las dos velas del toro hubiera sido fuertemente premiado por el público y la presidencia. Quedó, en la aún palpitante plaza, tendido el toro tras el descabello y los aplausos, atronadores, rompieron a honrar al torero en tan valeroso combate.

Y si teseica fue la labor del maestro Ruiz Miguel, no menos minotáurica fue la del maestro Esplá frente a los 550 kilos de Milanero, un oscuro cárdeno bien armado del hierro del Paleto. Fajóse con el capote y quiso lucirlo en varas, y aunque andando, el toro peleó como los fieros uros lo hicieran contra los leones, tigres u otras fieras en los circos y teatros romanos. Invocado ya el mundo grecolatino antiguo, y para cerrar el ciclo, el fantasma de Ignacio Sánchez Mejías, maestro de Alberti, bajó hasta Las Ventas en un soberbio par de banderillas por los adentros que revolvió los cimientos del coso venteño, cerrando un tercio de rehiletes brillantes y pares soberbios. Y con la franela, con la muleta… La guinda de un dulce y emocionante pastel. El mando, el poder, la soberbia del toro y el los púgiles inteligencia frente a fuerza se alzaron por encima de todo orden, volviendo al hombre parte animal y al animal parte hombre al tiempo que el público tornó en un amasijo de lunáticos. Derechazos, naturales, macheteos, ayudados… Toda una tauromaquia podría haberse escrito de aquella faena, que hasta el último compás, el excelso golpe de verduguillo, no dejó de exponerse en el museo vivo del toreo.

Tardes que hacen afición, recuerdos que mantienen viva la llama del toreo en el alma del aficionado, necesarias como el oxígeno que respiramos, y que entonces, ahora y siempre quedarán en la memoria indeleble del aficionado taurino, reflejados en los anales de La Fiesta.

Por Quesillo.