Por Joan Colomer

Se acaba el año y, como es habitual, se imponen los balances, las estadísticas, los resúmenes y las imágenes más significativas del año taurino. Al margen de la relación de toreros y toros triunfadores, la imagen que sigue perdurando, desgraciadamente, es la del fraude, el engaño, la manipulación y el poco respeto hacia la venerable figura del toro. A lo largo de la temporada taurina hemos visto, demasiadas veces, como se humillaba la imagen de la Fiesta con desnortados indultos de especímenes aborregados y carentes del más mínimo trapío. Indultos totalmente gratuitos e injustificados que solo se pueden entender desde esa visión poco seria y triunfalista de la tauromaquia que vienen imponiendo los » gurús» del perverso sistema taurino actual. Indultos “sonrojantes” que llevan solo al descrédito más absoluto y cuya aportación a la bravura es nula o casi nula. Estamos hastiados de ver toretes atontolinados y sin un ápice de casta, que van y vienen “aborregadamente” como si estuvieran amaestrados o ensimismados por los relucientes picos muleteros de las figuritas. Este tipo de toro, sin casta ni emoción alguna, convierte al espectáculo taurino en un anodino «dejà vu» y lo aleja de lo que debería ser el factor de la improvisación y la sorpresa. Todas las tardes de figuras son calcadas por el mismo patrón tanto por el tipo de toro que sale por toriles como por la manera ventajista de torearlo, que no lidiarlo. Así se explica que las figuras ya no llenan las plazas. Incluso el gran público se aburre de ver, cada tarde, la misma película, con los mismos actores y el mismo final. Y así, llevamos ya varias temporadas.

Nos indigna, asimismo, como se da carta de naturaleza al afeitado de los toros en algunas plazas,sin que pase absolutamente nada. El tema del afeitado continúa siendo una de las lacras execrables que el «sistema» intenta normalizar sin ningún tipo de vergüenza. De la barbería al indulto, pasando por el descaste y la justeza de presentación. Y así, tenemos a algunos toreros que pueden alcanzar los sesenta años en activo.

Si le quitamos a la Fiesta, la emoción del toro, su casta y su sensación de peligrosidad, la corrida queda reducida a un burdo ballet picotero, no exento, eso sí, de un peligro real.

Las excepciones a los desmanes de los taurinillos de medio pelo, las encontramos en los circuitos toristas en los que, como mínimo, se vive la emoción que es, sin duda, el principal ingrediente de un espectáculo cada día más podemizado.