Hubo un tiempo en el que ir a los toros entrando por el patio de caballos era un buen ceremonial como rito iniciático dedicado a quien debutaba como espectador. Ese trasiego de personal tan sui generis entre petos ajustándose, coches de cuadrillas maniobrando, caballos y varilargueros moviéndose en tiovivo, el olor a zotal, los vestidos de luces y sus abrazos, esportones a la carrera y el eco de los cencerros desde los corrales. El cromatismo de esta paleta marcaba un antes y un después para el neófito que con curiosidad iba por primera vez a los toros.

En la actualidad esta posibilidad es cada vez más complicada por las medidas de seguridad y porque el que no quiere toros tampoco quiere ponerse a tiro de que pueda verse maravillado por una liturgia única de la que somos herederos y depositarios, y es por eso que el caladero de nuevos aficionados con fe, así como de animalistas irreverentes debería buscarse en el campo bravo, tomando alguna distancia con la plaza y comenzando por el principio, porque es desde de sus principios de dónde cobra la Tauromaquia sus sólidos fundamentos.

El toro es un animal originario del oriente próximo, de la Sumeria antigua y de las riberas del Nilo, desde dónde fue migrando según los cambios climáticos lo fueron empujando hasta llegar a las Columnas de Hércules, donde se encontró con las dehesas, el clima del Edén y la coyuntura del Océano Atlántico, todo lo cual definió el final de su largo viaje tanto temporal –que comenzó en el Neolítico- como geográfico,  unos atravesando Europa por los medios y otros bordeando las tablas del Mediterráneo, tanto por el Sur del viejo continente como por el Norte de África, depositando su taurina leyenda por allá por dónde encontraron un lugar de paso.

Estos ancestros resultan de enorme importancia cuando se ha de poner sobre la mesa el origen del toro bravo mucho más allá de las procedencias y castas que han llegado hasta nuestros días. Se queda muy pequeño el razonamiento tópico de que un toro vive cinco años criado especialmente para su lidia, cuando se pone de manifiesto que su selección se remonta a cientos de años –si nos ceñimos a los modos de la era actual- y a milenios cuando encontramos sus orígenes ahondando en la Historia de la Humanidad.

La dehesa representa el bienestar animal con un hábitat de casi dos hectáreas por cabeza frente a los nueve metros cuadrados que exige la normativa para la explotación intensiva, pero además estos espacios son garantía de la biodiversidad por antonomasia al convivir con el toro todo tipo de especies animales y vegetales, desde los pajarillos que alivian sus garrapatas, las rapaces y otras escalas migratorias, pasando por venados, jabalíes, raposos, conejos, perdices, reptiles e insectos, hasta curiosas variedades de hongos, setas, musgos y líquenes que conforman un ecosistema único que debe su existencia a la crianza del toro bravo desde que el mundo es mundo, por lo que la dehesa está considerada por la Unión Europea como espacio de Alto Valor Natural que contribuye a frenar el cambio climático porque es un perfecto sumidero de anhídrido carbónico y por tanto un poderoso productor de oxígeno.

No se puede hablar de toros –de Tauromaquia en su más amplio concepto- ni de animalismo, prohibicionismo o  liberticidios de diversas raleas –antitaurinismo en cualquiera de sus vertientes-  sin tener en cuenta el entorno en el que se cría el toro bravo y las demás especies que se benefician igualmente de esos espacios.

Y no se puede  porque es lo más injusto del mundo, como si en un juicio se escuchase exclusivamente solo a una de las partes, o absurdo como si un tropel de científicos adulterados pretendiesen atacar a la tercera Ley de Newton con el pretexto de que hay más aviones durmiendo en el fondo del mar que barcos atrapados en la atmósfera.

José Luis Barrachina Susarte

Fotografía Jorge Delgado