Pero no durante mucho tiempo, el justo y necesario como para darse cuenta de la verdadera naturaleza del toro, cuyo mayor interés radicaba en su lidia que en su caza. Mucho más cuanto más bravo fuese el ejemplar al que se enfrentaban.

Vaya por delante mi despedida a este 2020 -que le den mucho por ahí- antes de empezar a escribir que el ser humano, como máximo exponente de la Creación y de la Naturaleza, viene interactuando con todo lo que encuentra en su entorno desde el principio de los tiempos, adaptándose a los múltiples y diversos cambios con los que se ha ido encontrando durante su devenir por el Planeta Azul, sufriendo rigores y beneficiándose de condiciones más benignas, como el venturoso cambio climático que propició el comienzo del Neolítico por los arcos del Mediterráneo. En aquella era, entre 10.000 y 5.000 años antes de Cristo, los núcleos de población comenzaron su sedentarismo pasando de ser cazadores y recolectores, hasta convertirse en agricultores y ganaderos.

De los animales que criaban obtenían el enorme provecho de sus frutos, como huevos, leche y la fuerza bruta para el cultivo de las tierras, sin embargo, las aportaciones de carne en su valor proteico continuaron proviniendo de las expediciones cinegéticas: la carne como alimento, las pieles para vestirse y los huesos para fabricar herramientas o complementarlas, e incluso para inventar los primeros instrumentos musicales.

Aquellas personas de vida tan efímera como incierta iban a cazar en grupo empleando determinadas técnicas con el fundamento común de aproximarse lo mínimo posible a la fiera en cuestión, con definidas variantes en función de la presa y perdiendo con frecuencia algunas vidas propias en los intentos. Pronto descubrieron que el toro era la singular fiera con la que podían jugar y la única que podía matarlos pero no devorarlos. Aquellos cazadores no eran tan distintos a nosotros y sus partidas estaban formadas por padres e hijos, por vecinos, familiares y amigos y el impacto de la muerte ajena en unas fauces que mutilaban engullendo debió ser terrible en comparación con los efectos de una cornada, lo que marcó una diferencia clave a la hora de enfrentarse a él y que desde ese momento distinguió al toro del resto de los animales.

De las pinturas de Altamira y Lascaux llegamos a los mosaicos en los que los romanos dejaron simbolizadas sus venaciones, que eran unas representaciones de los episodios de caza más habituales pero llevadas al circo, por eso resultan tan importantes, porque en cada venatio mostraban las diversas técnicas de caza del mismo modo que las practicaban en el campo, para que los ciudadanos pudieran admirarlas sin moverse de las urbes.

Los toros saltaban a la arena adornados con cintas tintadas, según el color de su pelaje los consagraban a los dioses: los claros a las divinidades celestes Júpiter y Juno, los coloraos y castaños en honor de Vulcano, y los negros a las divinidades subterráneas y a los ritos funerarios, a los que antes de darles muerte les practicaban diversas suertes, fundamentalmente de capa.

Sobre esto último apenas nos han llegado algunos detalles, como en el libro Digesto donde relató Ulpiano que algunos hombres separaban el ganado con un paño rojo y aunque esto se hiciese únicamente como juego, no debería quedar impune.  Este jurista lo fue en la época de Trajano y posteriormente dicho planteamiento se vio modificado cuando en torno al siglo II, el también jurista Gayo redactó que otros autores antiguos ya escribieron sobre el papel de quienes separan al ganado con un paño rojo y que cuando se trataba de una diversión no podía considerarse delito.

Si el hombre del Neolítico otorgó al toro su máxima distinción, las culturas que se fueron derivando por el Mediterráneo lo llevaron a los altares y Roma dejó de considerarlo una mera pieza de caza, ratificando todo lo anterior. Hoy todo esto se tambalea y la Tauromaquia se ha convertido en un blanco perfecto para los furtivos, y en vez de torear nos torean. Si de todo lo sucedido nada nos ha servido como aprendizaje, poco bueno es lo que podemos esperar del 2021 que ya asoma por toriles.

Sea lo que fuere, deseo que sea muy venturoso para los queridos lectores.

José Luis Barrachina Susarte