Las voy a escribir a sabiendas de lo mal que van a caer, lamentando no haberlo hecho antes y aceptando que ya no es posible invertir la tendencia:

Primera. Porque habría fracasado aquel ganadero que hubiere dejado salir del campo a ese toro extraordinario en los tres tercios que considera llamado a perpetuar la estirpe de su casta. Los procesos de selección y su buen hacer deberían ser suficientes para escoger sementales.

Segunda. Cada vez que un matador renuncia a celebrar el tercio de varas debería ser consciente de que está dejando a ese toro fuera del concurso de méritos por el que se tiene que ponderar su bravura. Sin este punto de juicio no puede determinarse lo extraordinario de la res. En ningún caso.

Tercera. El actual público que va a las plazas de modo mayoritario y que es muy bien recibido por ser quien sostiene el negocio, tiene que participar, puede y debe hacerlo para que se le escuche a la hora de la mayor parte de las decisiones, pero un concepto tan específico, concreto y objetivo como la bravura no puede estar determinado por la suscripción popular, que es distinta, abstracta y subjetiva.

Cuarta. Es patente, por lo que se detecta tanto en los tendidos como en las tribunas de prensa, que el personal desconoce las causas, la motivación y las consecuencias de los indultos. Sin profundo conocimiento nadie debe estar habilitado para tomar decisiones de tanta importancia.

Quinta. Ninguno de estos indultos complace a quienes llamamos animalistas y quieren que se termine la fiesta de los toros, pues en la mente de estas personas incluso el transporte de las reses o los manejos en la dehesa son reprobables.

Sexto. Si alguien considera que la corrida sin muerte, o tornada incruenta, o convertida en un espectáculo de ballet, o en una fiesta de etiqueta, sería aceptada como una opción posible, debería pedir cita urgentemente al psiquiatra de guardia.

Séptima. Un toro debe causar miedo y respeto, nunca infundir lástima o compasión. Cuando la muerte del toro suponga un problema de conciencia habrá llegado el momento de concluir y dedicarse a otra cosa, a ser posible sin tomarle el pelo a la gente.

Octava. Como el indulto es el premio supremo para el toro, no puede interpretarse, ni valorarse, ni concederse como un trofeo para el matador. Para ello ya existen los rabos, las patas y los cojones. A ver si hay huevos para pedirlos y tener en este caso consideración por la mayoría.

Novena. No hay derecho que los matadores abusen de la petición del indulto como una salida posible a esa faena magnífica y soñada que tienen miedo de malograr con la espada.

Décima. El toro culmina en la plaza algo más que el objetivo de su crianza desde el nacimiento como es su vínculo con el hombre desde hace miles de años, convirtiéndose su encuentro con el torero en un rito tan sagrado como único y que se remonta a los ancestros de una manera natural. La vida y la muerte juntas son la verdad de las verdades.

Tanto quienes desde fuera prohíben los toros como quienes desde dentro los quisieran ver convertidos en un espectáculo de variedades, tan sólo tienen capacidad de acción sobre lo material, porque la Tauromaquia haya su esencia en cualquier trasfondo.

José Luis Barrachina Susarte