Da la sensación de que desde el Planeta de los Toros se están empezando a mostrar los dientes, dicho sea desde un profundo sentido metafórico como se puede comprobar a vuelapluma. Ni la violencia ni la agresividad han caracterizado nunca a las acciones que hasta el momento se han emprendido pese a que muchas de las provocaciones sufridas hubieran justificado los colmillos mordiendo en el ejercicio de la legítima defensa.
Tanto las iniciativas colectivas, entre las que citaré como botones de muestra las de la Fundación del Toro de Lidia –con un peculiar corte de carácter diplomático- y las del movimiento Echa un Capote, como acción solidaria de la Tauromaquia para recaudar fondos destinados a los Bancos de Alimentos, así como las particulares que han sumado decenas de miles de apoyos en torno al banderín de enganche “La Cultura no se censura”, convirtiéndose en un desgarro colectivo que de modo masivo ha batido records de participación en las redes sociales, por lo que ha propiciado que la insostenible situación se haya hecho visible en medios de comunicación que llevaban décadas obviando los toros, excepto cuando se producía una tragedia –por el morbo, no por interés- o cada vez que José Tomás reaparecía, y tampoco en estos casos eran los toros lo que despertaba el interés a los de las cajas tontas.
La contundencia que se va apreciando en los reclamantes carece de precedentes y ofrece todo un canto de esperanza, pidiendo como primera medida la dimisión del ministro censor y con las vistas puestas en una verdadera reconversión del gremio. Eso es lo que parece y ojalá que lo sea, aunque la cosecha se muestre incierta y quien escribe se teme que la tomadura de pelo por parte del Gobierno será maximina.
Mientras tanto la vida sigue y los toros también pese a quien pese, sin fuerza aparente y sin resultados económicos más allá de la ruina, pero mostrándonos que aunque las aguas de las reuniones no llegasen a buen puerto y la crisis crezca hasta lo abismal, la Tauromaquia es indeleble porque posee un vivero de células madre que garantizan su eternidad.
Antes de la crisis esta del coronavirus cabrón, los toros llegaban a la plaza y allí se producía el encuentro con los espectadores, muchos de ellos sin haber tenido contacto alguno con el campo. Antes se reunían las cuadrillas de aficionados prácticos para darle aire a sus chismes de vez en cuando y sentir los ojos de las vacas mirándolos alternativamente que a los engaños, confiando en que al citarlas acometieran a los trapos y no a las piernas.
Antes, bastante antes, Carlos IV prohibió los toros mediante un Decreto Real que nadie cumplió, y su hijo se hizo ganadero al mismo tiempo que fundó la Escuela de Tauromaquia de Sevilla. Antes ya lo había intentado Pío V a través de una bula pontificia que Felipe II se encargó de suspender. También la reina Isabel la Católica dictó una orden para que se enfundaran los toros de las fiestas, porque resultaba muy duro que una familia perdiera al padre o a un hijo sano por culpa de una frasca de vino y Alfonso X el Sabio estableció que sería sancionado quien osase torear por dinero, porque dicha disposición iba dirigida a los nobles.
Antes los moros toreaban y los romanos incluso llevaron al circo las venaciones, mostrándole al populusque las sensibles diferencias entre cazar fieras que podían devorarlos y ejercitar habilidades con los toros.
Esto era antes y todo ello está garantizado para después, porque la Tauromaquia nunca ha dejado de practicarse. Caerán unos ministros, más otros ministros y aquí seguirán los toros porque no hay ministro que pueda contra las razones de la Naturaleza y de la Cultura.
José Luis Barrachina Susarte