Cuando los cretenses de Knossos iban a participar en sus taurocatapsias cumplían un ritual y se vestían lujosamente, con elegancia y pragmatismo para enfrentarse con aquellos toros que la arqueología nos muestra con enorme tamaño. Disfrutaban de un tranquilo retiro desde algunos días antes, bebían el mejor vino, se calzaban unas buenas sandalias y eran acicalados con ricos peinados, porque siempre han sido especiales los instantes previos de ofrendar el pecho a un toro, y no tengo duda de que el íntimo y precioso ritual de vestirse de torero procede de estas antiguas ceremonias, como seguramente habrán influido otras e incluyendo naturalmente el predominio de la liturgia católica.

Don Koldo es el ficticio capellán de la novela que estoy cincelando y en uno de nuestros encuentros me explicó detalles sobre los vestidos del ceremonial ecuménico, sus colores, los bordados y demás abalorios, porque guardan una cierta similitud con los de los vestidos de torear.

El blanco es el signo de alegría, de la pureza y de la inocencia. Es usado en el Tiempo de Navidad y en el de Pascua, también en las solemnidades y para dar memoria de los santos que no fueron mártires. No es de extrañar que sea el que visten los toreros para tomar la alternativa, aunque esto se haya apuntado en las últimas décadas porque hubo otras épocas en las que no importó mucho el color elegido para ese acto, o incluso que muchos eligiesen el color catafalco, ese negro puro que para la Iglesia significa tristeza y luto.

Desde siempre ha sido el color dedicado a las misas de difuntos y a todo lo relacionado con la muerte, siempre tan presente en los toros aunque casi nunca nadie quiera hablar de ello. En los trajes de luces también se viste a modo de duelo, acompañado en este caso por el morado, que si para la liturgia cristiana es muestra de dolor en los Tiempos de Cuaresma, lo es así mismo de esperanza en el Adviento, y que en los toros llamamos nazareno por razones obvias, representando la Pasión en su máximo exponente.

El rojo también es previsible como signo de realeza y martirio, siendo el color de la sangre y del fuego del Espíritu, por lo que es usado para Pentecostés, para el Viernes Santo y en Exaltación de la Santa Cruz, así como para las misas donde se celebra a un santo mártir. Antes se decía que iba vestido de valiente quien llegaba al patio de cuadrillas arropado de grana y oro. El verde es el símbolo universal de la esperanza y por lo tanto es el color usado durante el tiempo ordinario, en uno de sus tonos suaves van revestidos en su interior los carros de combate y era el que peor suerte le daba a Domingo Ortega.

El azul es el color dedicado a la Inmaculada, por eso cuando lo luce un torero se le llama Purísima, el rosa resulta poco usado en la liturgia y es vestido por quienes tienen una gran personalidad. No en vano, hace cien años a ningún hombre se le ocurría ir vestido de rosa sino era un torero. En su matiz pálido -palo- simboliza la relajación y nos recuerda que la penitencia es preparación para las fiestas que se van a celebrar, Navidad y Pascua, por eso resulta que este tinte sea una peculiar mezcla morado y blanco.

Desde siglos atrás, para combinar todo este colorido realzando la liturgia se empleaba un sustancioso tipo de tejido que se usaba cuando se quería dar mayor solemnidad a algunas celebraciones, como fueron las telas con hilos de oro, doradas, por lo que cuando en la actualidad un torero entrega su vestido para le hagan un manto a la Virgen, lo que en realidad está haciendo es devolver lo que anteriormente le fue consagrado, cerrando el círculo litúrgico.

Feliz Nochebuena y mejores Navidades a las personas de buena voluntad, pero a los canallas ni agua.

José Luis Barrachina Susarte