Aunque se suele designar con el oro a los picadores y a los matadores, así como con la plata a los banderilleros, la realidad es que el toreo es o no es por encima y por debajo de estos metales.

Fuera de los ruedos e inspirado en lo que sucede en ellos, aparece también el bronce de las esculturas de Antonio Navarro Santafé, un artista que nació en la alicantina Villena y que se hizo escultor en Madrid, situándose la Edad de Oro del toreo en el punto de partida de su carrera.

Me temo que este artista pueda parecer un desconocido al comenzar estas líneas y confío en que conforme vayamos avanzando terminemos por reconocerlo dados sus propios merecimientos.

Nació en 1906 –séptimo de nueve hermanos- en el seno de una familia humilde, que era lo normal, y como sus padres se fueron a Madrid siete años después en busca de mejores medios de vida, se trasladó con ellos para correr la misma suerte, teniendo que dejar la escuela y poniéndose a trabajar para ayudar a paliar la escasez que había en su casa: repartidor en una zapatería, vocero de frutas,  pescados y botones en la sombrerería, sin dejar de entretenerse en su tiempo libre modelando en barro figuras de toros y rostros, que regalaba en la cola de la tahona a la que iba a comprar el pan.

Un amigo le contó que en la fábrica Floralia –donde trabajaban sus dos hermanas- había un departamento de propaganda con varios dibujantes y allí se pudo colocar, primeramente de botones para poco a poco ir entrando en un nuevo mundo de la mano de Karikato y Penagos, quienes valoraron las cualidades artísticas de aquel muchacho de catorce años.

De ahí alcanzó la Escuela de Artes oficios y nunca más en su vida dejó de esculpir, desde su primera obra de Joselito toreando al natural –anterior a 1919 y que se encuentra desaparecida- hasta su popular El oso y el madroño que le otorgó la popularidad eterna, pasado por la celebérrima exposición en el Círculo de Bellas Artes poco antes de que comenzase la Guerra Civil y en la que tuvo la ocasión de conocer a diestros como Vicente Pastor, Marcial Lalanda, Nicanor Villalta, los hermanos Pepe y Manolo Bienvenida y Juan Belmonte con los que fue granjeando cierta amistad, destacando sus relaciones artísticas con Lalanda y la casa Bienvenida, creando numerosas figuras de sus toreros y destacando un busto de la madre –doña Carmen Jiménez- en el que refleja el gesto que esta tenía mientras rezaba en su casa una tarde que sus hijos estaban toreando y el artista había sido invitado por el Papa Negro.

Navarro Santafé se encasquillaba hablando y mientras explicaba una de sus obras aquel día del Círculo se quedó atascado, terciando Belmonte e intercediendo por él, pues compartían esta peculiaridad del habla: “Tartamudear no es problema cuando se echa el Arte por delante”.

El artista de Villena quedó marcado por las últimas temporadas de Joselito, la orfandad torera del Pasmo de Triana y por aquel tipo de toro que siempre protagonizó sus obras. Las suertes del toreo según Navarro Santafé están protagonizadas por los toreros que se han citado y viéndoselas ante los toros de Miura, los de sangre veragüeña, los de Pablo Romero, del Conde de Mayalde, Marqués de Albayda y Pérez Tabernero, en ocasiones desde la amistad con sus criadores.

También logró escenas de tremendo realismo con la figura de Manolete, no habiendo constancia de que llegaran a tratarse personalmente pero dada la cantidad de representaciones que esculpió sobre el Monstruo no cabe duda sobre la enorme admiración que el diestro cordobés despertaba en el escultor.

Su obra va poniendo el epílogo con la construcción del monumento al Caballo de Jerez y con el desengaño que el ocasionó su pretendido monumento al Toro de Lidia en el Puerto de Santa María y que quedó durmiendo el sueño de los injustos.

José Luis Barrachina Susarte