Cualquier tiempo pasado fue únicamente anterior. Esto puede parecer de Perogrullo pero conviene no olvidarlo cuando sentimos esa sensación nostálgica que nos aboca a pensar que lo mejor ya lo tuvimos en otros tiempos, porque nada hay más lejos de la realidad. Salvo que allá atrás fue donde quedó la juventud y esa es bastante razón como para que nuestra sensación del pasado quede distorsionada.

El próximo día de San Juan, a media tarde, se va a cumplir el cincuentenario de la alternativa de José Mari Manzanares, uno de los más grandes toreros de la Historia de la Tauromaquia, del siglo XX y de cuantos he tenido la fortuna de ver torear. No en vano ya se va escuchando el clamor de las celebraciones que tendrán lugar en torno a su figura en esta efemérides, una personalidad imponente que arrollaba allá donde estuviese.

La afición a los toros la mamé por mi cuenta, bebiendo de las retransmisiones televisivas y apenas yendo a la plaza de toros de mi pueblo, que de burros está lleno, una vez al año. Una vez cada día 7 de septiembre, una fecha emblemática que ahora provoca úlceras en el duodeno de los citados jumentos. La primera tarde fui de la mano de mi madre y el inolvidable cartel, con toros de Bernardino Jiménez, lo cerraba Paco Alcalde, en medio iba el mejicano Mariano Ramos y lo abría José Mari Manzanares, nuevo en nuestra plaza, cuyo recuerdo apareciendo por el patio de cuadrillas vestido de grana y oro me dejó marcado para siempre.

Cada vez que lo pienso me considero afortunado por haber sido premiado con la impronta del maestro como mi primera semblanza relacionada con la Tauromaquia. Cuando Manzanares bajaba del coche y aparecía en el patio de cuadrillas era magia pura, como si hubiera descendido de los cielos, y la gente le abría paso guardando la distancia instintiva de quien respeta al héroe.

Siendo como soy hombre al que no le gustan los demás hombres, puedo comprender que aquel hombre volviera locas a las mujeres.

Hoy en día hasta llega a parecernos una proeza que Manzanares torease todo lo que le ponían y, aunque gozaba con sus preferencias, podía con lo de Atanasio y Lisardo con derroche, daba gusto verlo con los santacolomas de Buendía, Núñez era pan comido para él y quien haya tenido la suerte de verlo ante los Miuras de Valencia aquella Feria de San Jaime, con terno tabaco y oro, eso es lo que se llevará para los restos. Sin embargo, enfrentarse a un amplio número de encastes no sólo no era una proeza sino que era lo natural. Hasta el punto en que cerrar del todo el abanico era un lujo que a ningún torero se le ocurría, siendo esta barbaridad algo que sólo se lo están pudiendo permitir una docena de listos, bien entrado el siglo XX y favoreciendo que se acabe la magia.

Actualmente no ha parido madre a un torero que se abra paso desde el coche a la capilla únicamente con su aura, y a esto se le suma que cada espectador lleva una sensacional cámara de fotos integrada en su mano irrespetuosa, porque el respeto hay que ganárselo para que sean quienes te admiran los que te abran paso en vez de molestarte cerrándotelo.

Hacen bien los toreros en darse baños de multitudes como si fueran estrellas del rock y futbolistas, pero algo falla cuando los admiradores no alcanzan a percibir la enorme diferencia que existe -o debería existir- entre un matador de toros y el resto de la farándula.

Para colmo ahora nos dedicamos a organizar Ligas Taurinas y no quiero ni pensar en qué terminará todo esto, porque vamos listos si alguien cree que los toros son comparables con el fútbol. Desde luego, lo tenemos claro quienes nos hicimos aficionados cuando -a pesar de sus luces y sus trampas- comíamos liebre, y que ahora no nos tragamos a este gato mate, porque es de cartón piedra.

José Luis Barrachina Susarte