Ninguno tiene razón de ser cuando ni se comprenden ni se hacen comprender. Me gusta España y sus pueblos aunque oficialmente no haya fiestas en ellos, pero no me gusta la nueva normalidad. Pero ni un pelo me gusta, porque la gente está dando por buenas una serie de circunstancias que se nos han impuesto y no exactamente para mejorar la salubridad sino más bien para controlarnos, acotando qué podemos hacer libremente y de qué nos debemos cuidar, siendo nuestros controladores quienes deciden lo que es ético y lo que no lo es, poniendo toda serie de trabas para esto último.

Siempre que estoy en Sevilla me acerco a visitar al Cachorro, a ese Cristo legendario al que tanta Fe le profesaba Juan Belmonte, que es la imagen viva de un hombre que agoniza en la cruz, en su último suspiro, y cuya humanidad trasciende de lo que se nos relata en el Evangelio para infiltrarse en la honda cultura trianera, sevillana y de unos gitanos que me emocionan. En el culto de ayer no pudimos encontrarnos en paz porque los encargados de cuidar la basílica tenían que desalojarla y desinfectarla, como están obligados después de cada celebración. Mientras tanto, en las terrazas adyacentes cientos de personas daban buena cuenta de sus desayunos, con el método de la mesa caliente como si nada estuviera sucediendo.

Con una falaz argumentación sobre razones de carácter sanitario nos asestan normativas estrictas en los centros educativos y de trabajo, impedimentos exasperantes en las tiendas y centros comerciales, así como dificultades para complicar la libertad de culto, mientras que en los bares, en las playas y en los tumultos vamos viviendo otra versión de la vida como si tal cosa.

Como no, a los toros los han encuadrado en el conjunto de actividades a restringir como si las actividades que realizamos sus participantes fuesen más propicias para el contagio que las de quienes disfrutan de sus momentos de asueto veraniego en tantos lugares de costa o manteniendo sus costumbres en el bar de la esquina, porque la concurrencia hace bien de tomarse la libertad de componer todo lo que esté permitido. Sin embargo, el mérito viene cuando se gana la batalla allá donde se combate en inferioridad numérica pero enarbolando la razón o como mínimo el sentido común.

Dificultando el desarrollo de las dinámicas en los puestos de trabajo se favorece que muchos de estos no puedan mantenerse, pero al existir una quimérica paga vitalicia esto no debería suponer problema alguno. Enrevesando el acceso a las aulas se complican las posibilidades educativas, y como todo el mundo sabe que resulta más sencillo lavar la cabeza de un jumento que la de un ser humano, también se comprenden estas actuaciones.

La democracia, como el evangelio, tiene que basarse en la claridad y fundamentarse en mucho más que la fábula de que nos convoquen al cepillo cada cuatro años, del mismo modo que los dogmas han de resultar comprensibles por encima de aquello de que me lo creo para no ir al infierno, con el agravante de que los demócratas de pacotilla y urnas se ofenden cuando alguien les reivindica a la cara una democracia real, o los teólogos nos llaman herejes a quienes no tenemos entendederas suficientes para comprender tanto rollo incomprensible siquiera para un púlpito, porque da la sensación de que lo más interesa a los anteriormente citados sea que todo lo que les concierne esté bien enredado.

Embarullando la organización de corridas de toros nos lo están poniendo muy arduo a los aficionados que únicamente queremos continuar y han entregado una inesperada excusa a quienes ya antes de la pandemia andaban buscando la manera de escaquearse de sus compromisos.

Si al comienzo hice alusión de que en nuestros pueblos no están celebrándose fiestas oficialmente, vayan ustedes a darse una vuelta por ellos y verán que bien se lo pasan.

José Luís Barrachina Susarte