Al contrario de lo que sucede en el resto de las artes y oficios, en los toros ser un aficionado es todo un honor, que en el resto de las áreas supone un descrédito. Por esta regla de tres, ser un maestro también sitúa a quien merece ese título en un plano muy superior, comparable al de aquellos maestros gremiales y cofrades de los tiempos en que los oficios seguían siendo un arte, regidos por una estructura protosindical en la que un maestro ocupaba la cúspide y los aprendices formaban la base. Por medio de la estructura se iban forjando los sueños, los logros y la promoción interna, que diríamos ahora. Este formato esquemático de la pirámide resulta muy visual a la hora de establecer unos rangos que no vienen dados por capricho sino por los méritos del trabajo y la valía de cada uno, con las inevitables excepciones que nos encontramos al tratar una generalidad.

Es por ello que los aficionados que se precien de serlo deberían llevar mucho cuidado a la hora de otorgar el tratamiento de maestro, porque hay realmente pocos toreros que se lo merezcan y abusamos de tal reconocimiento, espolvoreándolo a diestro y siniestro. Como cuando la frutera del centro comercial denomina cariño a todo aquel que se acerca por uvas. A base de repetirlo sin ton ni son queda devaluado ese nombre tan hermoso, que acaba por significar menos que nada.

Es verdad que hay una serie de toreros en los que no todos reconocemos la maestría, pero tan sólo se trata de apreciaciones subjetivas del ojo que los mira, y haciendo de tripas corazón puede colar. Pero se abren las entrañas al escuchar como unos y otros llaman maestro a un novillero sin picadores, faltándole el respeto tanto a él como a los verdaderos maestros y a la verdad.

Rafael el Gallo creía que era más difícil ser figura del toreo que Papa y que para darse cuenta de ello tan sólo hay que enumerar a los unos y a los otros, el profesor Andrés Amorós que las figuras de cualquier época se han caracterizado siempre por alternar con todos los del escalafón, ponerse con todo tipo de toro y dando la cara tanto en Ferias de primera como en los pueblos. No diré yo que semejantes aseveraciones sean las que determinen el nivel de maestría, pero al menos nos ofrecen unas pistas muy razonables. Sobre todo para descartar.

En plena canícula pandémica y previa al próximo confinamiento otoñal, cobran importancia los maestros heladeros, quienes aportan sabor y frescura a este calor insoportable. Como buen y antiguo gremio, oriundo de estas tierras de Alicante, Ibi y Jijona, este también está dotado de maestros y de maletillas, reinando los primeros en sus establecimientos que son un referente y cada cual destaca a los suyos en sus lugares de procedencia, mientras que los segundos se esconden entre los refrigeradores lineales de algunos supermercados bajo el eufemismo de marca blanca, ofreciendo poco más que agua blanqueada con lejanos aromas de algo que recuerda levemente a la chufa.

Un maestro es a quien necesitamos fuera de los ruedos para que lidere esta guerra en dos frentes, el de la desvergüenza torera que sigue campando a sus anchas como antes de la pandemia y el de esta lucha posterior, que tan sólo debería centrarse en pedir para nuestros tendidos lo mismo que el injusto Gobierno de España se aplica para sí mismo y para los diputados que saturan sus bancadas.

Quizás en los ejemplos mundanos se aprecie mejor la maestría del maestro –peritia peritis, que acuñaron los clásicos- y cuando haya duda pongamos el listón recordando que los apóstoles sólo tuvieron un Maestro.

José Luis Barrachina Susarte

Si de maestros hablamos, la imagen de Carlos Escolar Frascuelo es un ejemplo referencial.