Esta secuencia no sólo es la base que fundamenta el cristianismo, sino que como resulta dentro de lo cotidiano de la vida, también es por tanto habitual en la Tauromaquia.

Los cristianos construyen su Fe sobre la creencia en la Resurrección de Jesucristo, un hecho milagroso que es imposible de comprender cuando esta es referida a su cuerpo. Sobre la resurrección del alma no tengo la menor duda porque incluso queda demostrada por la ciencia: La energía ni se crea ni se destruye, simplemente se transforma. Y siendo como somos energía, ya sabemos por dónde irán los tiros tras la muerte, aunque falten por conocerse muchos detalles.

Nada como la muerte es tan consustancial con la vida, pues a ella nos dirigimos desde el nacimiento y en medio de ella nos pasamos la vida, unas veces asumiendo riesgos mortales, más otras simplemente muriendo por las bravas. Cuando reflexiono sobre la muerte y la pasión en los toros, no puedo alejar de la mente esa escena impresionante de Paquirri padeciendo y muriendo ante los ojos de todos, durante unas cuantas horas desde que fue prendido, más o menos las mismas que Cristo estuvo crucificado.

La muerte en los ruedos también trae consigo el estandarte de la resurrección cada vez que recordamos vivos a aquellos toreros cuya energía se transformó por efecto de las astas del animal más sagrado y consagrado, siendo Sevilla ese crisol de color especial en el que estas fases de la pasión, muerte y resurrección se suceden genuinamente, tanto por la puesta en escena como por la esencia que se concentra.

Desde el Domingo de Ramos se celebra la semana de Pasión, con devoción y recogimiento para los creyentes, con admiración y gozo para quienes la viven desde un modo costumbrista, siendo para todos una maravilla. La Virgen con sus Esperanzas, Angustias, Dolores, Caridades, Patrocinios y Soledades, sufre la muerte de su hijo, el Cristo de la Expiración, de la Salud, de la Buena Muerte y Amor, va tras él sabiendo que después de tanto sufrimiento llegará lo más grande. Como los pasos no salen a la calle, es la gente quien está acudiendo a verlos en sus iglesias, templos y basílicas, convirtiendo adversidades en gestos de alegoría y devoción.

El Domingo de Resurrección habitualmente representa en Sevilla el fin del dolor, cuando el luto cede el paso a los más vivos colores de la primavera, y las mantillas negras se convierten en blancas, y las bambalinas de los pasos se cambian por mantones de manila que se despliegan bajo los arcos maestrantes. Con este ya serán dos años en los que estos momentos se están viviendo con el alma, con esa energía que ni se crea ni se destruye, con esa pasión y muerte que darán paso a la resurrección que todos deseamos para ese próximo 18 de abril que ya luce en lo alto de los carteles.

Lo preocupante es lo inmaterial, porque cuando muere ya no hay remedio. Cuando el personal ya ha asimilado que, por ejemplo, el dueño de un bar no tiene derecho a ganarse la vida porque su trabajo no es esencial, posiblemente estemos ante una muerte irreversible. Cuando el populus se traga toda la propaganda considerándola como información, el riesgo de que nada vuelva a ser como antes es muy alto. Cuando el público acepta como una genialidad que se evite el sorteo de las reses, es señal de lo mal que está la afición. Cuando se asume que el taurosanedrín cuele la protección de los gatos como muestra de su amor a las liebres, y el censo encaje como democracia únicamente que cada equis años los citen a las urnas para interpretar el consabido sainete, deberá aceptar también que a la pasión sólo le siga la muerte, sin esperanza.

José Luis Barrachina Susarte