En 1933 Miguel de Unamuno escribió una novela tan breve como recomendable con este título, en la que un sacerdote cree no creer, pero sin embargo persevera en su apostolado aunque dude sobre todo lo que es posible dudar, hasta el punto de vivir en la incertidumbre de si Dios lo recibirá como creyente tras la muerte. Algo así me siento ante el credo taurino, al que también considero sagrado al filo de lo religioso.

Lejos quedan los debates acerca de la manera en que la Tauromaquia tendría que afrontar los nuevos tiempos. Lo aficionados elucubrábamos sobre todo aquello que se llegó a ir denominando la tauromaquia moderna, que si los indultos por aquí, que si el monoencaste por allá, que si las figuras del toreo no se prestaban a abrir los carteles o que si las ferias se estaban convirtiendo en unos ciclos monótonos y carentes de interés.

¡Qué lejos queda todo esto!, aunque apenas hayan pasado unos meses de que la pandemia lo arrasó, la sensación es pluscuampretérita, y qué poca importancia parecen tener ahora esas minucias ante lo que está cayendo.

El Gobierno está negando el pan, la sal, el agua y hasta el aire a todas las personas cuya vida depende de los toros, discriminándolas injustamente a sabiendas, y las noticias que llegan desde Europa sobre las cuestiones de protección ganadera no resultan halagüeñas, los medios de comunicación generalistas ven diezmados sus efectivos para información taurina, los periódicos especializados van entrando en barbecho o desapareciendo sin perspectivas de enmienda, por las redes sociales arrecia el acoso contra todo lo taurino, así como la censura y bloqueo de aquellos canales que intentan ofrecer información taurina con normalidad.

Por eso en medio de este momento desolador, cobra mayor importancia que se haya fallado el Premio Nacional de Tauromaquia con la misma usanza que en sus ediciones anteriores. Este galardón lo organiza la Dirección General de Bellas Artes, como ni todo puede ser negativo y no todo van a ser malas noticias, su directora se ha mostrado en todo momento a favor de los toros, con naturalidad y sin matices o reticencias en un año marcado por tan graves circunstancias.

Resulta de suma importancia que el Jurado haya tenido la oportunidad de mostrar la enorme cantidad de valores que la Tauromaquia ofrece a España por medio de las personas y entidades que la integran, desde las figuras del toreo que celebran en este 2020 sus efemérides, como Joselito y Chicuelo, hasta las múltiples instituciones que se vuelcan para que no se extinga la llama, organizando exposiciones y actos de distinta naturaleza, sin desfallecer, lo cual pone de manifiesto la fuerza viva que tienen los toros a pesar de la que está cayendo, dando el blanco finalmente en la Fundación Toro de Lidia, como todos conocemos desde la pasada semana.

Ojalá que de todo lo positivo que pudiera haberse tratado en las deliberaciones, haya algo destacable que pueda llegar a conocimiento del gobierno sectario que ha excluido del ámbito de la cultura, sin otra motivación más que la ideológica, a una pieza tan importante como los toros, que tanto suponen para la cultura española.

En muchas ocasiones ha salido a relucir que la única subvención que reciben los toros con cargo a los Presupuestos Generales del Estado es para este crucial Premio Nacional de Tauromaquia, instaurado en 2011 tras haber sido transferidas al Ministerio de Cultura las competencias en materia taurina y su exigua dotación es en estos momentos la prueba palpable de que es mucho más el valor que su precio.

Además, suenan algunas voces que podrían materializarse en una mejoría sobre las prestaciones laborales hacia los profesionales de este sector, por lo que, como aquel cura de Unamuno, creo que no creo, pero en esta mi religión de los toros hay que saber esperar y nunca perder la esperanza, porque hasta el rabo todo es toro.

José Luis Barrachina Susarte