¡Vaya estocada en todo lo alto!, dijo la una. Bueno, está un pelín desprendida, rectificó el otro. ¡Pero la ejecución ha sido magnífica!, se columpió el tercero. Es verdad, volvió a intervenir la una, en estos casos lo que importa es la ejecución. El otro ya no se atrevió ni a sugerir que el bajonazo había sido infame, y el tercero cambió de tema para no confundir más a su audiencia tan tonta.

Entré en la sala de espera casi haciendo un looping, amagando con marcharme ante de haberme llegado a sentar. ¿Qué coño hago yo en la consulta de un psicólogo pensando que ya no me gustan los toros? Junto a mí, una mujer muy guapa habla bajito por el móvil. Posiblemente le está contando a su marido que su hija se encuentra tranquila, aunque la cita va con algo de retraso. La niña juega en la mesa del centro de la salita, colocando sobre el tablero unos cuentos de tapa dura, abiertos como si fueran el tejado de las casas pirenaicas.

Mientras me estaba preguntando si le tocaría a ella antes que a mí, salió una enfermera para decirme que ya podía pasar. El médico me esperaba sonriente y me invitó a tomar asiento.

-¿Qué le pasa?, me preguntó cuando creía que no iba a ser capaz de empezar, con una sensación parecida a la del confesionario.

-Siento pena por los toros que salen en la  tele, le respondí con las manos en el corazón.

-Bueno, pero eso no malo. Los sentimientos nos hacen más humanos, y sentir compasión es uno de ellos, afirmó el psicólogo relajándose sobre el respaldo de su sillón.

-Pues mi sensación es mala porque no se puede sentir compasión de un toro, ¿a usted le gustan los toros?

-No especialmente, tan sólo soy un espectador ocasional, me respondió después de haberse tomado unos segundos de reflexión. Precisamente ayer estuve en Vistalegre, fíjese usted qué casualidad.

– ¿Y qué le pareció la corrida?

-Ya le digo que yo no entiendo y fui para cumplir con un compromiso, así que no logré disfrutar. Me pareció algo aburrido salvo por la buena compañía que disfruté.

-Opino casi igual que usted, pero ¿se puede creer que el ganadero había dicho por la mañana que la suya iba a ser la mejor corrida del mundo?

Al ver la expresión del médico, entre sorprendida y jocosa, me detuve en seco, pero al instante continué para no faltar a la verdad.

-El hombre apostilló que iba a ser la mejor corrida, pero hasta las diez de la noche. Algo que hacía intuir la realidad.

Una corrida sin chicha ni limoná para unos toreros, que con más pena que gloria, apenas cubrieron el expediente, incapaces de solventar las mínimas dificultades que presentaron los astados. Acostumbrados endémicamente a que los toros rara vez los pongan en aprietos, emplearon los bajonazos con mal arte, con la connivencia de los comentaristas siempre prestos a ayudar.

– ¿Por eso siente usted pena de los toros?

-No puedo evitarlo, mi afición llegó por lo que me imponía la presencia del toro en la plaza y por esa sensación de que las faenas tenían miga, siendo con frecuencia muy distintas unas de otras, sin saber qué te ibas a encontrar cada tarde.

-Le voy a decir que esta consulta ya la he tratado antes, porque tuve una conversación similar con ese buen amigo a quien ayer acompañé a los toros, ¿y sabe lo que le digo?

Me incliné ante la mesa del médico, apoyando en ella mi antebrazo y esperando la solución a esa pregunta.

-No vea los toros por la tele, y si lo hace elija la opción del sonido de ambiente. Pero lo que sobre todo le recomiendo es que vuelva a la plaza este domingo, a ver si con un poco de suerte los adolfos le quitan esa pena que siente por los toros.

José Luis Barrachina Susarte

En la imagen, valga la pureza de Diego Urdiales para mitigar el corazón desolado de nuestro compañero.