En la tarde de ayer, dio el pistoletazo de salida la nueva edición de la Feria de Otoño de Madrid. Esta vez sin bombo, sin propaganda. Pese a ello, una excepcional entrada, tratándose de una novillada: alrededor de 16.000 espectadores. Todos ellos tuvieron la fortuna de volver a ver a un novillero atravesar los arcos de la Puerta Grande de Madrid cinco años después: Tomás Rufo. Lo hizo a base de verdad y mostrando una prodigiosa mano izquierda, evidenciando sus obvias carencias técnicas, dado su escaso bagaje. Tuvo a bien entender, y aprovechar, el buen lote de Fuente Ymbro que le correspondió en suerte. De este modo, y con otros tres novillos con opciones, el bueno de Ricardo Gallardo puede sacar pecho, a falta de lidiarse seis ejemplares, de su particular apuesta esta temporada: seis festejos en la primera plaza del mundo. Se podrá criticar, y con razón, la falta de variedad, pero no hay que dejar de reconocer el enorme mérito que semejante empresa conlleva. Los dos otros novilleros que se anunciaron en la tarde de ayer fueron «El Rafi» y Fernando Plaza.

 

Abrió la tarde un serio y proporcionado novillo de Fuente Ymbro, cuya lidia y muerte le correspondió al francés «El Rafi«. El animal tuvo tanta clase como falta de fuerzas, durante el primer tercio se derrumbó en diversas ocasiones. Sin embargo, no se devolvió ni de oficio ni a instancia del público. Hubo pocas propuestas. Durante el segundo tercio el animal fue paulatinamente afianzándose, mostrando sus grandes virtudes. Si bien en el capote embistió vencido por el pitón izquierdo, en la muleta embistió con buen recorrido por ese mismo pitón. A todo ello hay que sumar la presumible nobleza. «El Rafi» se limitó a pegar trallazos periféricos y destemplados, muy retorcido y lineal. Cuando no, acortaba alevosamente los muletazos. Para más inri, anduvo desacertado con las espadas. El segundo novillo, prácticamente un toro en edad y trapío, manseó descaradamente en los primeros tercios. Lidia desacertada y muy dificultosa, a lo que poco ayudó el pretendido quite de Rufo. Sin embargo, se sujetó en el tercio de muleta, teniendo cierta transmisión, aunque humillara poco. Nuevamente, «El Rafi» volvió a aplicar los cánones de su toreo, tan habituales en nuestros días.

 

Cuando salió de chiqueros el segundo novillo, nadie era capaz de vaticinar lo que luego ocurriría. Regresó a Madrid el talaverano Tomás Rufo, que tan grata impresión causó en las nocturnas de verano. El animal, ante el poco poderoso y carente de técnico capote, embistió con los pechos, derrotando y siempre con las manos por delante. Una vez transcurrió el horrible tercio de varas, se obró el milagro de la tarde. No fue tan milagroso el hecho porque responde a la sapiencia y la profesionalidad de González Amigo, su exquisito trato con el capote mostró el camino a seguir: mano baja y trazo largo, por el pitón izquierdo. Y Rufo lo vio. Sin embargo, me hizo dudar en la apertura de faena, por estatutarios. Este pasaje es muy bello, pero, evidentemente, no puede aplicarse sobre todo tipo de toros. A partir de ahí, se dedicó a enjaretar series de mano baja y templada, de adelante a atrás y de fuera a dentro con la zurda. Cuando pasó a la derecha, Rufo intentó erguir la figura y no conducir tanto las exigentes embestidas del animal. Los repetidos enganchones hicieron bajar la intensidad de la faena. Sin embargo, repuntó en el cierre de faena, con ayudados a dos manos y rodilla en tierra. La estocada, en corto y por derecho, hizo incontestable la oreja. El quinto de la tarde, precioso, respondía al nombre de «Hechizo», muchos son los «Hechizos», «Hechiceros» o demás magos de esta ganadería que siempre recordaremos. Y este no iba a ser una excepción. Con un galope muy alegre y pronto, salió al ruedo. No brilló Rufo con el capote. Acudió pronto y cumplió en el caballo, donde no fue tan mal picado como los anteriores, sobre todo en el segundo encuentro. La faena se inició, tras el brindis a Florito, con la muleta montada en la mano derecha, como diría el tan llorado Chenel: pronto y en la mano. La primera serie entre las dos rallas fue antológica: templada, despaciosa y con la figura muy erguida. Mientras se sucedían las series sobre la diestra, en un cambio de mano cumbre sobre la zurda, se mostró que ese era el pitón del toro. Sin embargo, cuando se dispuso a torear al natural, bajó la intensidad de la faena. A diferencia de lo que ocurrió en su primero, faltó una serie rotunda sobre este pitón, y así hubiera cortado de forma incontestable el segundo trofeo. Antes de cerrar la faena, orquestó una horrenda noria, que empaña su labor artística. Mató de otra buena estocada y cortó la segunda oreja que le abría la Puerta Grande.

 

Y cerró la tarde Fernando Plaza, que tan buena sensación dejó en San Isidro. Torero de escalofriante quietud y maneras ortodoxas, cuyo mayor defecto es, precisamente, ese valor tan seco. Su primer animal fue un noble animal que dejaba esa, sin transmisión, casta ni bravura. Buena lidia de Sergio Aguilar, en la que el toro humilló, sobre todo, por el pitón izquierdo. Sin embargo, se fueron diluyendo  las embestidas del toro, igual que iba a la deriva la labor del pacense. Tanto valor y tan frío no transmite nada a los tendidos. Plaza necesita otro tipo de toro para llegar al público, un animal que ponga la emoción de la que él carece. Y eso tuvo lugar en el segundo de su lote. El novillo fue áspero y muy violento, tanto o igual que descastado y manso. Resulto dos veces prendidos, estremeciendo el corazón de quienes allí estaban, y al que más, seguramente, a su padre, Fernando José Plaza. Ante las dificultades del toro, Plaza no hizo ni un solo gesto a la galería. No quiso demostrar que corría peligro. Mostró valor y se mantuvo quieto, fiel a su concepto. Emborronó su labor con la espada. De lo contrario, hubiera cortado una oreja sin duda.

 

Por Francisco Díaz.