La entrada del hotel estaba colapsada por varias decenas de personas, especialmente mujeres jóvenes que deseaban entre suspiros, un autógrafo y a ser posible una foto junto al sempiterno Jesulín. Él se hacía rogar, y dilataba su presencia ante el personal que deseaba rendirle pleitesía, como si fuera Fred Astaire en el Hollywood de blanco y negro. Su cuadrilla, hacía bastante tiempo que esperaba en el bar del hotel.

Había acudido al hotel «Mesón del Moro» de Abarán (Murcia) junto a una amiga periodista, que deseaba entrevistar al de Ubrique. Al ver aquella masa de gente decidimos irnos al bar y hacer tiempo hasta que apareciera el fenómeno del momento taurino y extra-taurino. Una vez instalados junto a la barra, pedimos unas cañas, y al poco nos percatamos que al fondo del local, en una de las esquinas y casi tapados por una columna, estaba sentado el maestro José Mari Manzanares, flanqueado por Mariano de La Viña y Manuel Rodríguez «El Mangui».

Mi amiga, que meses atrás había entrevistado al torero alicantino en «Juan de Juanes», un café de Orihuela, se sorprendió gratamente al ver la escena. De golpe me dijo:

«¡Qué bueno, está ahí el «Manzana» con los banderilleros!»

El maestro había ido hasta Abarán para presenciar el festejo ferial donde Ponce y Ubrique habían actuado aquella tarde.  Me comentó mi amiga la estrecha relación que unía al torero alicantino con el pueblo de Abarán; al parecer una familia de dicha localidad trabajaban en la finca del torero, y en concreto Ana María, su hija mayor pasaba algunas temporadas allí.

–¿Conoces al maestro?

–Preguntó mi amiga, a lo que le respondí que personalmente no, aunque había sido él quien al comienzo de mi afición, hizo tomarme el toreo como si fuese una religión, después de verle un par de chicuelinas a manos bajas muy en su estilo a un  «santacolomeño» de Joaquín Buendía.

–«Ahora te lo presento, aunque te advierto que puede salirte por peteneras».

–¿Qué quieres decir con eso?–le pregunté.

–«Pues que es bastante imprevisible, igual le caes bien y habla contigo por los codos, que le eres indiferente y te ignora».

Al terminar las cañas nos dirigimos hasta la mesa donde se situaban los tres toreros. De repente, vimos como Manzanares aun estando sentado, estiraba su figura y con la mano izquierda comenzaba a trazar cadenciosos muletazos al aire. Cuando llegamos nos quedamos a unos metros de la mesa, casi vampirizados por los gestos artísticos del maestro. Su imaginaria faena fue «in crescendo», mientras los banderilleros jaleaban sin cesar cada pase. Sobre la mesa unos vasos largos con ron y cola, y un cenicero repleto de colillas donde un cigarrillo humeante iba y venía hasta la boca del matador alicantino.

En postura casi genuflexa, abandonado y transido por su misma emoción, Manzanares dio unos muletazos por bajo a un hipotético toro que puso de pie a los banderilleros y nosotros aplaudimos con ardor. De inmediato, el maestro reconoció a mi amiga periodista e hizo ademán para que tomásemos asiento junto a ellos. Entonces vino a decirnos que aquello era el recuerdo de una de sus últimas faenas en el Puerto de Santa María; faena que nosotros intuimos que pudo ser magistral, al sentir como había transmitido aquellos lances. Posteriormente, la conversación derivó en conceptos de ligazón y la imposibilidad de citar siempre al pitón contrario cuando la faena es fluida.

Sin lugar a dudas, aquél momento fue mágico y entonces caímos en la cuenta que Jesulín había abandonado el hotel y por tanto mi amiga no pudo hacer su trabajo. ¡Y qué más da, lo mejor es que hemos disfrutado de una de las mejores faenas del maestro!…

–Me comentó ella, feliz y dichosa de haber vivido aquel evento espontáneo, lleno de embrujo y pasión.

Giovanni Tortosa