Cuando un ministro de cultura anunció haber concedido la medalla de oro de las bellas artes al torero Francisco Rivera Ordóñez, varios de sus colegas rechazaron y tiraron a la basura las suyas propias, léase Paco Camino y José Tomás. A Morante tampoco le hizo la menor gracia, el premio otorgado al hijo de «Paquirri». Sin embargo, nunca se oyeron reproches  por parte de Rivera.

Francisco o Fran, era un niño de diez años cuando su padre se desangraba en la patética enfermería de la plaza de toros de Pozoblanco. La precariedad e inoperancia de los servicios médicos hicieron que Francisco Rivera «Paquirri» muriera, acompañado de Ramón Alvarado, su primo y mozo de espadas, en el coche  ambulancia que le trasladaba a un hospital de Córdoba por las serpenteantes carreteras de «Cerro Muriano». No creo que el pequeño Fran tuviese por entonces el menor asomo de querer ser torero. Estudió fuera de España, y todo pintaba para que el primogénito de una de las grandes figuras de los ochenta tuviese una plácida vida en su papel de fiel heredero, con una carrera que le permitiera un trabajo cómodo,  disfrutaría a modo de señorito andaluz en los espléndidos cafés sevillanos, de los saraos flamencos y en definitiva, si acaso, vería los toros desde la barrera.

Y justo aquí, reside el mérito del joven Francisco, cuando a pesar de llevar para siempre el inquietante recuerdo de su padre, el todopoderoso «Paquirri», corneado mortalmente por «Avispao», un toro terciado, de escaso trapío, en una plaza de tercera, decide ser torero. Al menos para nosotros, esa actitud ya le dignifica para siempre.  Huérfano, y sin un referente paterno, sus inquietudes taurinas las canalizó  su abuelo materno, el gran Antonio Ordóñez, el cuál asesoró y apoyó su inicio de carrera como novillero. Porque a Francisco Rivera Ordóñez le cabe el honor de pertenecer a la mayor estirpe torera de todos los tiempos de la tauromaquia: Cayetano Ordóñez «Niño de la Palma» fue su bisabuelo, Antonio Ordóñez su abuelo, los «Dominguín» también son parientes, Alfonso Ordóñez, Riverita, Curro Vázquez, Paco Alcalde, y como no, su padre Francisco Rivera «Paquirri». Fran también quiso unirse a esa estela taurina que conduce a las tardes de sol y sombras, capotes y muletas y la siempre incierta embestida de los astados.

Él nunca fue un torero de exquisiteces, ni de los llamados de arte; sin embargo siempre demostró profesionalidad y un tremendo oficio, habiendo sobrepasado las mil corridas, -pocos toreros pueden alardear de ello-, los llamados aficionados cabales  siempre discreparon de su toreo, recriminándole también su vida privada. En sus primeros años como matador, llegó a alternar junto a César Rincón, Manzanares, Joselito, Espartaco, Ojeda, Domínguez, Finito, Ponce, Robles, José Tomás, etc. Pero, pasadas unas temporadas se creó un cartel prototipo, donde figuraban, Jesulín, El Cordobés, y el propio Francisco Rivera; era el llamado «cartel mediático», o derivado de la prensa rosa.

El que fuera nieto preferido de Antonio Ordóñez se convirtió en un personaje de altas resonancias sociales; su casamiento con la hija de la Duquesa de Alba, ser hijo de uno de los «iconos» del «couché rosa», como lo fue Carmina Ordóñez y del fallecido «Paquirri», más si esto era poca cosa, un poeta de Cuenca metido a ministro de cultura, por designio divino del frívolo  Zapatero, le concedió la medalla de las Bellas Artes. Francisco Rivera resistió estoicamente y sin hacer el menor reproche público. Ser torero de estirpe, ganadero, empresario taurino, duque consorte, atractivo y exitoso  con el mujerío, rico y afamado, son cosas que en este país de países llamado España no se asimilan fácilmente.

En la imagen el joven Fran Rivera, un diestro de estirpe.

Giovanni Tortosa