Francisco José Rivera Pantoja, conocido como «Paquirrín» definió a su augusta madre, la tonadillera Pantoja como una yonki del dinero. Al parecer, quien fuera «mi pequeño del alma» desactivó su pudor y ética familiar para fulminar la imagen de su progenitora. Hastiado de mentiras, complots y engaños, el sufrido «Paquirrín» fue desgranando todo un rosario de traiciones; -que según él, habría perpetrado la intérprete de «Marinero de luces». El endiosado y millonario-comunista J.J. Vázquez ayudó en todo momento para que el hijo del torero vomitase la basura que la madre había inoculado en su cerebro.

Como todos los aficionados conocen, el padre de la criatura, Francisco Rivera «Paquirri» perdía la vida en una paupérrima enfermería de una plaza de tercera, concretamente Pozoblanco. En realidad, su muerte se produjo a la altura de Cerro Muriano, en el coche ambulancia que le trasladaba a un hospital de Córdoba. Pero el maleficio de aquella horrible tarde septembrina, se inicia con la incertidumbre de un médico a quien le cayó el marrón de intentar al menos, cortar la hemorragia producida por la cornada, y que el propio torero sugería por donde debía de actuar.

El toro «Avispao» de la ganadería de unos navieros llamados Sayalero y Bandrés que hirió al torero gaditano, hubo de ser rematado por un joven torero que ya prometía elevarse a figura, el hispano-francés José Cubero «Yiyo». Al igual que otros toros históricos que habían herido de muerte a diversos toreros, Avispao era un toro pequeño, anovillado, de escasa presencia y trapío. Como lo fuera «Bailaor», que liquidara al gran Joselito el Gallo.

El fatídico cartel lo completaba el valenciano Vicente Ruiz «El Soro». Lo sucedido, ya lo saben: Yiyo cayó fulminado al año siguiente, por un toro de Marcos Núñez, en la plaza de Colmenar Viejo; y El Soro tuvo que retirarse prematuramente por otra cornada en una pierna. Quien fuera mentor y apoderado de Yiyo, Tomás Redondo, se suicidaba al no poder soportar la tragedia de su amigo y poderdante José Cubero. Por si esto era poco, uno de los ganaderos que lidiaron en Pozoblanco, moría al poco tiempo, con tan solo 41 años; era Juan Luis Bandrés que fue tiroteado por un empleado. Y no entramos en la retahíla de accidentes con víctimas mortales, de algún que otro banderillero y picador que esa tarde estuvieron en Pozoblanco.

Los oscuros influjos malignos de aquél festejo en tierras cordobesas no quedaron ahí, porque a juzgar por los acontecimientos producidos en los últimos tiempos, la finca más famosa de España ha generado una gran tensión acerca de la herencia de quien fuera primera figura de los ochenta: Francisco Rivera «Paquirri». Al parecer, quien se mostró como la gran viuda española, y no vamos a relatar aquí su variopinto currículum, que todo el mundo conoce, retorció la memoria de Paquirri al haber simulado un robo de los enseres del espada gaditano. Capotes, muletas, estoques y una veintena de trajes toreros deberían haber llegado por vía jurídica hasta sus herederos, los hermanos Fran y Cayetano.

Pero la herencia artística de Paquirri nunca salió de Cantora, y eso tal vez no sea lo más importante; los trapos sucios de esta familia están dinamitando el entorno familiar, dejando regueros de pólvora en el camino. Y como de un culebrón venezolano se tratara, una de las sorpresas que nos deparó esta tragicomedia ha sido la duda que dejó en el aire, la madre del inefable Paquirrín acerca de quién pudo ser su padre. Cuando mostraron fotografías del doctor Antonio Muñoz Cariñanos, comprendimos aquello. Quien fuera doctor de Isabel Pantoja, nos parecía una fotocopia del propio Paquirrín. El doctor Cariñanos moría hace veinte años por un atentado de ETA.

En el fondo de todo este enredo, subyace la figura de un torero triunfador en una década plagada de grandiosos toreros, pero aquí, su importante legado artístico como figura de época apenas interesa a nadie. Sólo se habla de dineros, nunca se pondera su liderazgo, ni su enorme profesionalidad. Paquirri, al igual que tantos artistas murió en soledad, para luego convertirse en mera reliquia en manos de depredadores.

Giovanni Tortosa