Iván quiso ser torero, teniendo ancestros gallegos y vascos, y apareció por tierras de Guadalajara,  de capea en capea en la ruda Castilla, por los conocidos «valles del terror» y otros escenarios de corte similar. Néstor García se fijó en él y quiso comprometerse con el aspirante a sacerdote de la Tauromaquia. Y si las capeas son duras, más lo es la trastienda taurina, con sus recovecos perversos y alambicados.

Un  apoderado independiente tiene su lado romántico, pero también muchos escollos en los senderos de una carrera artística como la de consolidar a un torero con nivel y «caché». Al final, los muchos años juntos, la lealtad y confianzas mutuas dieron el fruto de un torero contrastado, con instantes artísticos donde incluso a veces, hasta parecía nacido en el barrio de Triana. Seguro que al genial Belmonte le hubiese gustado.

Iván no era conformista, no le iba el ser un torero con un buen promedio de festejos, haber triunfado ante la que dicen ser «afición más exigente»; Fandiño quería más. Por ello, y junto a Néstor apostó fuerte y tendió los naipes sobre la mesa. Las gestas en los ruedos cada día son menos, el librar batallas como antaño lo hicieron Frascuelo o Lagartijo no están dentro del programa de las cuadrillas, de los mentores, de los semi-dioses del albero en la actualidad.

Por tanto, las pretensiones de Fandiño encerrándose con seis morlacos, y encima de ganaderías duras, en repetidas veces casi consecutivas en el tiempo, resultaron toda una provocación a los cuerpos de élite del planeta de los toros. El torero con revoloteos de duende andalusí se transfiguró en guerrero, en una épica sin vuelta atrás. El mundo de las entretelas taurinas observó aquello como un voyeur detrás de la cerradura, sin pestañear y con los recelos innatos de los que mandan en ese extraño orbe. Y en ese extraño orbe también estaban sus propios compañeros, y algunos hasta le vetaron; así es la realidad de este espectáculo único y a veces incomprensible cruel.

Recuerdo su toreo macizo, sin concesiones ni abalorios, era el toreo desnudo, purificado por un torero norteño. Pero quizás, y aparte de aquellos muletazos quedará el estigma sagrado de un lidiador de la post-modernidad que intentó rescatar aquellos valores de una tauromaquia perdida en el tiempo; que puso la férrea voluntad para derribar los encorsetados muros de una tauromaquia que fenece por la desidia y el estado de confort de sus protagonistas. ¡Hasta siempre, guerrero-torero Iván Fandiño!

En la imagen, el inolvidable Iván Fandiño.

Giovanni Tortosa