Tenía cierta curiosidad por saber cómo era Dámaso en las distancias cortas, y no me refiero a las distancias que mantenía con los toros, sino personalmente. Acababa de presentar el libro de una joven escritora taurina; el maestro manchego había disertado acerca de la obra con un verbo fluido y ameno. Tampoco le conocía en esas lides, sólo había sido espectador en muchas de sus actuaciones, tanto en Madrid como en provincias.

Después de agradecer el buen momento vivido en la presentación, le solté a bocajarro, sin más reparo, sin aderezos ni sutilezas: ¿Qué sentía todo un maestro como él, saber que otros toreros habían copiado su estilo, obteniendo mayores réditos que él?  Sólo recuerdo la forma contundente de su mirada, pero de su boca no salió nada. Pasaron segundos que parecieron eternos, pero no hubo respuesta; la única respuesta afloraba en sus pupilas oscuras. Mi pregunta le sorprendió, quizá por inesperada y de ahí quedó como en fuera de juego. Nunca hubo contestación, sólo quedó en mi retina y recuerdo aquella mirada intensa, rebosante eso sí, de mucha resignación.

No cabe duda que podía haber hablado de cualquier otra cosa con el maestro Dámaso. De sus éxitos, que fueron incontables, de su cuñado Esplá, de la ganadería que ahora figuraba a nombre de Sonia, su hija. ¿Por qué mi interés hacia las influencias de su toreo en otros?  Hube de remontarme a una de esas tardes tórridas en Las Ventas, en aquellas corridas veraniegas de julio y agosto para toreros que habitaban en el olvido, y que ante toros imposibles soñaban con lo imposible también. Recordé  a un torero de Sanlúcar que a falta de toro, entrenaba con un caballo, y en uno de esos calurosos festejos lidió un toro de Cortijoliva. Estuvo bien y llegó a dar una vuelta al ruedo, en la siguiente temporada le vimos en San Isidro.

En aquél San Isidro lo colocaron junto a Luis Francisco Esplá, y esa tarde fue elevado a los cielos y la misma prensa que sobrevaloraba  la «quinta del buitre», la movida madrileña o al alcalde Tierno lo entronizó como una especie de reencarnación del Pasmo de Triana. El personal salió de la plaza venteña con la sensación de que tenía ante sí a un nuevo dios taurino a quien adorar. Aquella noche asistí como de costumbre al coloquio de Alfonso Navalón; el salón estaba a reventar y los conspicuos aficionados del siete deseaban saber de primera mano las sensaciones del crítico onubense.

Y Alfonso no defraudó, tampoco se fue por las ramas y sentenció: «este torero no está exento de valor, pero no tiene sentido de la ligazón; entre pase y pase te da tiempo a ir a orinar y volver». Efectivamente, las dos faenas del torero sanluqueño habían sido una colección de pases sueltos, sin la ligazón que exigía el toreo actual. Cierto es, que pisaba unos terrenos comprometidos. Entonces, ¿qué sucedía con Dámaso González?

Dámaso siempre manifestó una absoluta sinceridad en sus maneras de torear; una honestidad a prueba de balas, incluso parecía que estuviera en cualquier capea de Ciudad Rodrigo, cuando era conocido como Curro de Alba en vez de una plaza de categoría. No vendía humo, era un manchego racial, fiel a sí mismo. Pisaba los mismos terrenos comprometidos que el de Sanlúcar, pero sus faenas sí tenían ligazón; por contra era bajito, algo encorvado y a veces mostraba cierto desaliño en la indumentaria; no manifestaba preocupación por la estética torera.

A veces, uno sentía rabia y cierto desasosiego cuando en esa misma plaza madrileña, a modo de rechifla, muchos espectadores le pitaban y hasta contaban sus pases con la misma fuerza de un tenor. No dejaba de ser cruel aquello; habían santificado a Paco Ojeda por hacer algo parecido y recriminaban a quien había sido el precursor y maestro. Después de una dilatada carrera, quien fuera llamado «El rey del temple», quizá no tuvo el reconocimiento que verdaderamente mereció.

Giovanni Tortosa