Desde lo sucedido en Madrid, en San Isidro 2019, Ureña ya no es el mismo. Antes, sus faenas apenas tenían ligazón, surgían pases aislados, de una gran calidad y torería y luego todo se diluía hasta que surgieran otros destellos.  A la hora del trance supremo solía quedarse en la cara del toro, no pasaba la frontera. Pero en su estilo siempre primó la honradez y sencillez, puede que derivado de su propia personalidad: un torero que apenas hace gala de la egolatría que otros llevan por toneladas.

La cabeza hundida, el mentón encajado, es como un recuerdo belmontino; son actitudes toreras de este fajador del toreo.  Le volví a ver el pasado 24 de agosto en Cieza, justo en la misma plaza que le conocí como novillero sin caballos. Aquella lejana tarde me dejó la impronta de visualizar como un joven novillero manejaba las telas con la mano izquierda. Era primoroso; recuerdo perfectamente su faena a un novillo «santacolomeño» de Ana Romero. Dominó al encastado cárdeno, y en el aire de la plaza quedó un guiño de cara al futuro. Su carrera prosiguió, pero en su presente había un dilema: ser torero viviendo en Murcia era como intentar ser astronauta en Siria, por lo que un día apareció por el sevillano pueblo de Camas, y allí anduvo dando tumbos; nadie le conocía y dormía por ahí de cualquier manera, pero él insistía a quienes se le acercaban que quería ser torero. Un banderillero local al saber su situación se apiadó de él y empezó a llevarlo a tentaderos.

Años y años teñidos de enorme grisura, de sufrir las incertidumbres de quien desea cristalizar sus sueños, pero frente a él queda todo un muro más firme que las bíblicas murallas de Jericó.

Madrid, o más bien «Las Ventas» siempre fue su aspirante a novia torera hasta que por fin reventó la flor de su tauromaquia pura, que nada tiene en común con aquellos que viven permanentemente «fuera de cacho», siendo los amos del cotarro taurino.

El torero lorquino, que algo tiene de «lorquiano», aunque sea por aquello de Ignacio Sánchez Mejías a las cinco de la tarde, y por ese punto de tragedia que circunda su rostro encontró en la plaza madrileña el amor que tanto anhelaba su particular forma de entender el toreo. La comprensión ha sido absoluta, y su elevación al firmamento taurino se dio el pasado mayo, aunque todos sabemos que los amores de esa plaza no suelen durar mucho y los desamores se producen de forma irrevocable.

Cuando regrese allí con vitola de figura será medido e inspeccionado con ansiedad, y ojalá Paco no sienta el frío acero de la intransigencia de este público y logre pasar a la historia como un torero predilecto de la afición madrileña.

Mientras tanto, recorre la geografía taurina, de feria en feria, y siendo ya un firme valor del toreo eterno, del que mide muslos y asoma el pecho sin dar el paso atrás.

Para el aficionado cabal, es una suerte comprobar que todavía quedan toreros con intenciones de seguir los vestigios de Belmonte, cuando se carga la suerte con el capote como lo hace Ureña, cuando se cierra una tanda de verónicas con una media de hacer crujir capote y toro al unísono.

También es un lujo verle con la mano izquierda, dictando sinfonías en trazos infinitos que van quedando como sortilegios sobre la arena. En su ánimo hay un deseo de elaborar un toreo de pureza, exento de artimañas y trucos circenses; -cosa «rara avis» en tiempos de tauromaquias de falso oropel, de pura bisutería…

Giovanni Tortosa