Todos los aficionados y amantes de un arte secular y único, grandioso y enigmático como es la Tauromaquia, sabemos de su escasa certidumbre, de sus cargas de misterio y por encima de todo, sabemos que aquí las matemáticas son una quimera; que todo lo que en esta atmósfera sucede es pura incertidumbre.

Quien fuera novillero estrella en los años ochenta, Luis Miguel Campano, podría ilustrar perfectamente la tesis comentada anteriormente. El joven novillero abulense, (actualmente banderillero), tuvo una carrera novilleríl de gran efervescencia; se posicionó en figura de dicho escalafón en apenas nada. Anduvo varias temporadas recorriendo plazas por toda España, y cosechando triunfos, incluido el «Zapato de oro» de Arnedo. Sus diversas apariciones en Madrid solían concitar mucho interés; y además, Campano tenía tirón taquillero.

Campano, que proviene de una familia taurina, de las Navas del Marqués, donde el abuelo, Emiliano Rosado, fue torero cómico, el padre también probó como novillero y luego sería su hermano, Julio, también torero de alternativa, podría ser uno de esos novilleros que marcan época; incluso haya podido ganar un buen dinero antes de acceder a matador. En tiempos donde los novilleros tienen que poner dinero para anunciarse en un cartel, todo esto suena a música celestial; resulta cuando menos exótico.

El estilo de Luis Miguel Campano nos hacía recordar a Pedro Moya «Niño de la Capea», tiraba con fuerza de los novillos, aunque sus maneras, a veces fueran un tanto retorcidas y de vez en cuando citara con el consabido zapatillazo. Sus faenas tenían garra y conectaba rápidamente con los tendidos. Con los aceros solía ser efectivo. En sus actuaciones había un deje de altivez, de sentirse en un peldaño superior, -era como un guiño a su tocayo Luis Miguel Dominguín. Por todo ello, Campano, no pasaba desapercibido, incluso despertaba pasiones a favor y en contra, especialmente en Las Ventas.

Manolo Chopera quiso congraciarse con él, sabedor de su gran fuerza taquillera, y le anunció en el san Isidro de 1984, justamente el 23 de mayo, con el fin de consumar la liturgia que le convirtiese en matador de toros. En un cartel absolutamente rematado, donde el ídolo de Madrid haría su primer paseíllo en aquel serial, Antonio Chenel «Antoñete». Secundado por el trianero Emilio Muñoz; un torero que siempre despertaba  la curiosidad del aficionado venteño. En realidad, todo parecía de ensueño para el novillero-figura: la catedral del toreo como escenario, un padrino del relieve de Chenel, una figura como Muñoz ejerciendo como testigo, la feria isidríl en su gran apogeo, y una corrida de Fermín Bohórquez.

Aquella tarde de mayo, la plaza registró un lleno de «no hay billetes». El sol resplandecía y para que todo estuviera perfecto, el viento habitual, tan propio de ese coso, esa tarde estaba ausente. «Clavelito» se llamaba el «bohórquez» del doctorado. Campano estuvo correcto en su lidia. El segundo de la tarde, cogía a «Antoñete», que pasaría a la enfermería, sin tener opción de salir. Para mayor estupor del personal, Emilio también era empitonado cuando hacía un quite, de muy mala forma, en una cornada que le perforaba el ano. Así que, el recién doctorado Campano tuvo que hacerse cargo de lidiar los cuatro restantes que habrían de salir por chiqueros, aparte del toro que había corneado a sus compañeros.

Cada vez que un torero se anuncia para lidiar seis toros en solitario, me viene a la mente aquél festejo isidríl, eso que alegremente llaman como «encerronas» y que sólo son una auténtica «ruleta rusa». Campano tenía maneras, incluso oficio, para ser figura en el escalafón superior. Lo colocaron en el mejor y más potente de los escaparates, con el mejor guión, a falta solamente del desenlace. Y aquella tarde de mayo, el novillero estrella se estrellaba en una verdadera «encerrona»; aunque esta vez fue el destino que así lo quiso. Al joven torero abulense le pudo la presión, en una plaza a reventar y con toda la crítica mirándole con lupa. Nunca diremos que aquello fue un fracaso, ya que demasiado mérito tuvo lidiar y matar aquella corrida; que por cierto no fue lucida. La exitosa carrera de un soñador de la gloria, se venía abajo en una sola tarde de primavera.

Giovanni Tortosa