Domingo Dominguín, el pequeño de la dinastía, fue un tipo extraordinario del cual me he declarado siempre admirador. Hace ya más de 60 años sentenció al toreo: “Los toros son un espectáculo maravilloso en manos de mediocres, en tanto el futbol es un deporte mediocre en manos de gente brillante”. En aquel momento era, sin duda, Fiesta nacional, y el icono del torero estimulaba a la juventud, si no a seguir esta vocación, si su legado ético. No cabe duda, el futbol ha superado al toreo en popularidad, aficionados, presencia mediática y prestigio. Pero sobre todo esta aceleración en la decantación hacia este deporte obedece más a factores sociológicos que a cuestiones de elección.

El mundo globalizado se caracteriza por la comprensión de un caldo común de pautas, asimiladas sin que en ello objeten ni fronteras, ni idiomas, ni culturas, ni ideologías, ni credos, ni etnias. El gol lo entiende el somalí, el esquimal o el tailandés. Así como las reglas del juego. Son perfectamente legibles por su concreción y objetividad. Por tanto, la dinámica del futbol la entiende hasta el más tierno párvulo. Esto constituye la esencia de su éxito global.

La figura del futbolista ha acaparado la emulación de esta sociedad, los niños quieren ser Ronaldo o Messi, estimulados no por su rendimiento en el campo sino por sus rentas millonarias. Ahí tendría el futbol la oportunidad de ser guía moral del sin número de pequeños jugadores. Pero quedan muy lejos de mantenerse, como deportistas, fieles al sentido agonal que todo atleta tiene como catecismo ético vertebrando su conducta, tanto dentro como fuera de pista. Hablo del concepto homérico, ese que no permite atajos, ni ventajas; tampoco deja sitio al incumplimiento de la norma.

A la excelencia se llega por un único camino: el del esfuerzo supremo y la exigencia íntima, rehusando toda impureza. Por todo esto, la dignidad de un atleta no queda nunca zaherida ante su derrota, pues reconoce, en el adversario que lo superó, la excelencia; de ahí emana su profundo respeto hacia éste.

Sentados en la grada de cualquier estadio del mundo percibiremos hacia donde caminamos, globalmente por supuesto. Ser de un equipo es afiliarse a un escudo, una bandera, encomendarse al juego de once fulanos que, como los condotieros renacentistas, por dinero defienden estas o aquellas insignias. No tienen más raigambre que el de un contrato comprometiéndolos a jugar en nombre del club. Han nacido a kilómetros de allí, no hablan el idioma de los representados y cuando terminen cogerán sus maletas y volaran a sus orígenes.

Son la versión moderna del mercenario, ahora al servicio del deporte. Salvo honrosas excepciones, caso de Joaquín y alguno más, el vínculo entre jugadores y afición son los colores del club. Pero siga, siga sentado es su tribuna y compruebe como la finalidad práctica de este ejercicio no es jugar sino ganar. Lo de menos es la forma, el método con el cual se consiga; la trapacería, la zafiedad en las acciones y la perenne y violenta réplica a las sanciones es lo habitual. Y, siempre y cuando el árbitro no pite, todo vale. Si lamentable es ver rodar por el césped a estos neo mercenarios en sus intentos de provocar mezquinas ventajas.

Aún se me antoja más patético el comportamiento de su afición. Cegados por la meta, corean la incorrección, aplauden la patraña y jalean el embuste. Ante la derrota, el tendido lejos de reconocer humildemente la supremacía del rival, se desata en un furor incontenible. Hay dos sentimientos que compartidos se multiplican: la ira y el miedo. Cuando, tanto uno como otro, adquieren proporciones incontrolables relegan al ser humano a su condición biológica más elemental: la de animal. Lo más irracional de nosotros aflora y nos arrastra a comportamientos instintivos. Este secuestro emocional se da, lamentablemente más de lo deseado en los estadios. La decepción, en situaciones colectivas, tiene un mecanismo de auto-calentamiento, y tal que la leche, cuando alcanza su punto de ebullición rebosa. Más lo peor no queda ahí, sino en la familiarización a la cual inducimos a nuestros pequeños, con la adulteración de los valores deportivos y la gestación de violencias.

No tengo nada en contra del futbol, simplemente me atengo a evidencias. He recurrido a él como ejemplo porque refleja de forma muy gráfica la dirección de la sociedad moderna. Las claves que lo rigen son mutables a cuanto nos rodea: política, finanzas, comercio, negocios, etc. Ya lo apuntaba Carl Jung: a medida que prosperaba la civilización, se acentuaba en ella una creciente infantilización. Y no solo eso. Los arquetipos que habían orientado y forjado los valores morales de la sociedad hasta ese momento, son depuestos por los pueriles arquetipos modernos. Así de sencillo: el héroe homérico ha sido usurpado por el botarate universal.

La diferencia es clara, uno es de ascendencia divina, y todas sus acciones aspiran a la sublimación de la excelencia. En tanto, el botarate viene de fábrica con todas las taras morales que el ser humano ha ido contrayendo en su devenir histórico. Ayuno de valores, es el nuevo arquetipo de una creciente sociedad, que tiene en la mediocridad bandera y legión. De todo lo expuesto se deduce que los toros atentan seriamente contra la levadura social de la vulgaridad. Un espectáculo que ejemplariza con la puesta en escena de virtudes tan demodé como el honor, la fidelidad a la norma, (así le vaya en ello la vida al artista), la honradez, el riguroso respeto al oponente, el humilde acatamiento de los tendidos, y tener como única aspiración la excelencia, es un pésimo ejemplo.

Pero hay más peligros. Una afición que asiste a la cita sin juicios previos, con la expectante pretensión de alcanzar cimas de emoción, vetadas a quien no se abra a la percepción estética, es asunto que ofende la ordinariez global. Si a todo ello añadimos que el inmueble alberga una manifestación que, al igual que la opera o el teatro, lejos de generar enfrentamientos en el graderío invita a la concordia, el civismo y la comunión de criterios cuando emerge la verdad en la arena… Entonces se evidencia que este es un espectáculo transgresor, reaccionario, y vil.

La invocación a la muerte, y la reflexión en torno a su presencia – sustancia de las corridas de toros- no pueden turbar la sedada vida de los urbanitas. Que tus hijos pasen de Walt Disney y el discurso animalista, y se asomen a contemplar la muerte abordada desde un riguroso sacrificio ritual, y enjoyada de elementos estéticos que, lejos de atenuarla, acentúan su dramatismo. Puede despabilarlos y alejarlos del pensamiento único. Por ello, la nueva sociedad orwelliana debe perseguirnos con ahínco, y en la misma forma que se persiguió a los cristianos en Roma por su credo, a los judíos por su raza o como hoy se persigue a todo disidente del estándar global establecido. Una vez liquidados los toros veremos que queda de esta España; quizás, algún retal de su bandera…

Luis Francisco Esplá, Torero y Socio de Honor de la APTA