Y llegó el día en que, ‘El Mago’, era dado de alta en el hospital. Su cuerpo ya se encontraba restablecido y, lo que es mejor, su mente lo estaba. La situación que había vivido podía dejar fuera de combate al hombre más fuerte del universo, pero no pudo con él. ‘El Mago’, otra vez, había triunfado. El hecho de pensar que pronto volvería a crear arte en los ruedos mantenía dichoso a Rodolfo. Allí en el hospital lo despidieron los médicos, enfermeras, demás personal, y él, como todo un caballero, antes de marcharse acudió a la habitación de Lucía para despedirse de ella. Ambos, aunque no lo buscaron ni se lo propusieron, estaban unidos por el hecho de haber sido los únicos sobrevivientes de la tragedia y, con toda seguridad, tendrían muchas emociones fuertes que contarle al mundo.

Lucía, al verlo y enterarse de que se iba, se alegró mucho por él. Por saberlo totalmente restablecido y al punto que ya se marchaba. A ella todavía le quedaba un buen trecho; sus heridas, lamentablemente, fueron de mayor consideración, traumatismos enormes que, sin duda, precisaban de mucho más tiempo para curarse. Con un fuerte abrazo se despidió ‘El Mago’ de la muchacha.

–¡Que Dios te siga bendiciendo, bella chamaquita! –le dijo –, y no dudes nunca, que pese a todo lo que aún te falta por lidiar, conservar la vida es un privilegio enorme, que Dios otorga a los toreros más sabios y artistas. ¡Conmigo estuvo más que magnánimo! –bromeó. Y poniéndose serio, –le dijo–: y sólo Él sabrá por qué lo decidió así. A mí sólo me resta seguir el camino haciendo todo de la mejor manera que conozco. Tú haz lo mismo ¿sí? ¿Me lo prometes?

La muchacha asintió con la cabeza y, con los ojos llenos de lágrimas, le besó el dorso de la mano que le retenía, y se despidió también, deseándole lo mismo. Rodolfo se calzó un sombrero vueltiao –muy típico de la región –, que le había regalado uno de los enfermeros, y lo hizo cuidando de no interferir con la cicatriz de su herida, la que tenía muy sensibilizada. Cualquier cosa que le rozara ya le causaba incordio. No le dolía, pero le molestaba. Se miró al espejo. Se gustó. Y salió nomás, al mundo. El día había llegado.

La noticia de que Rodolfo Martín ‘El Mago’ era dado de alta del hospital, ante los medios de comunicación había corrido como un reguero de pólvora; todo el mundo lo sabía y hasta un canal televisivo le invitó al hotel Sheraton para que diera la rueda de prensa que en su día había prometido. Allí llegó ‘El Mago’ con aires de triunfador; era muy humilde, pero cuando se le relacionaba con su arte, se sentía el mejor.

Todo estaba dispuesto en la sala de convenciones para que ‘El Mago’ respondiera las preguntas de los periodistas. Hasta Ramiro Carmona Carrasco, el empresario, estaba por allí para no perderse detalle y, sin duda alguna, para concretar con el diestro lo que serían sus futuras actuaciones. Abrumado se sentía el torero mexicano en aquel momento, sobreviviente de la inmensa tragedia que entristeció a Cali y, por ende, a Colombia entera.

Rodolfo pretendía que se hablara de su arte, de su carrera y, como se presagiaba, quizá le preguntarían de todo menos de lo que él anhelaba. Uno de los periodistas hizo la presentación del personaje, glosando su figura, y abrió el turno de preguntas hacia el diestro. Rodolfo Martín, tan explícito en los ruedos, como persona es un tipo humilde y con poco diálogo. Digamos que estaba casi asustado; una nube de fotógrafos, reporteros, cámaras de TV, lo asediaba por los cuatro costados; como él dijo, estaba siendo pasto de los medios informativos. Pero lo aceptó; entendía que su fatal circunstancia le había hecho famoso en el mundo entero; fama a la que jamás hubiera querido llegar de esta manera como llegó, pero los caprichos del destino son imprevisibles. Y empezaron las preguntas.

–Don Rodolfo, ¿qué sintió usted cuando se dio cuenta de que se estrellaba el avión?

–Tuve mucho miedo pero, por Dios, siempre creí que el capitán de la nave podría arreglar la situación, y desgraciadamente no fue así; este hombre no pudo hacerse con el control del aparato.

–Y cuando vio usted que todo se estaba terminando, ¿a quién se encomendó?

–No supe rezar en aquel momento; sentía mucha rabia porque me parecía una muerte tan estúpida…

–¿Acaso cree usted que hay alguna forma lógica de morir?

–¡Por supuesto, señorita! En mi caso, yo siempre le pedí a Dios que me quitara la vida en los ruedos, en pleno ejercicio de mi arte; es decir, de morir, que me matara un toro, pero nunca cayendo con un avión.

–¿Llegó usted a perder la conciencia, tras llegar al suelo?

–No recuerdo bien, pero creo que no. Sí tengo claro que me salvé porque, al caer, unos inmensos matorrales amortiguaron mi caída; digamos que ejercieron de colchón para que mi cuerpo no se rompiera en mil pedazos, como hubiera sucedido de no mediar, como hizo, ese gigantesco y tupido montecillo de enramada.

–Y al verse vivo tras lo que había contemplado y sufrido, ¿qué pensó?

–¡Veremos quién me recoge ahora, si es que lo hacen! Yo estaba en el fondo de aquel barranco, a bastante más de un kilómetro de donde se destruyó el avión, y no me pregunte porque no sabría decirle las razones por las cuales fui a parar allí. Me vi lleno de sangre, con una brecha enorme en la cabeza, con la pierna rota, sin poder moverme porque todo me dolía. Y estaba ahí hundido unos cuantos metros abajo, en toda esa enramada, suspendido, porque no llegué a tocar el suelo, y a causa de la pierna que me dolía como los mil demonios, no podía intentar siquiera pararme, nada era firme. Sentía una angustia inmensa, no veía a nadie más cerca de mí y ahí, a medida que iban pasando las horas y nadie venía a por mí y la noche comenzó a cubrirlo todo de oscuridad. Ahí, en ese momento empecé a tener miedo de morir así. Jamás había sufrido un accidente como éste –dijo sonriendo, e intentando quitarle dramatismo al asunto.

–Tras verse vivo, en la soledad de aquel barranco y con el dolor de sus heridas, ¿sintió que podía morir allí?

–Sí, muchacho, es lo que acabo de decirle a la señorita. Por supuesto, que sentía que si no me recogían pronto, la vida se me iría; veía cómo seguía desangrándome cada vez que intentaba tan siquiera moverme un poco y me daba cuenta de que mucho tiempo más no iba a aguantar así y pensé que por culpa de otra estupidez, si no me hallaban, podía después de tanto pasar, terminar entregándole mi alma a Dios.

–¿Pensó usted que habían muerto, como así sucedió, todos sus compañeros de viaje?

–En aquel momento, si le soy sincero, no pensaba en nadie; veía que me desangraba y esa era mi pena. Me dije para mí, si yo estoy vivo, igual pueden estarlo los demás.

–¿Qué paso por su mente cuando le contaron la verdad de la tragedia?

–Creo que enloquecí; me sentía furioso. Aunque la muerte, como le digo, en aquel instante me parecía una estupidez, hubiera dado mi vida por muchas de las personas que allí viajaban; entre ellas, la hubiera dado con gusto por mi cuate Luis Arango.

–¿Qué sintió cuando le dijeron que el diestro Luis Arango había muerto?

–Una pena inmensa; Luis era un muchacho joven, triunfador, estaba enamorado, cosechaba éxitos por donde iba; pero si Dios quiso llevárselo sería porque allá arriba hacía más falta que entre nosotros. Por él, como dije antes, hubiera cambiado mi vida; yo ya estoy viejo, al final de todo y, como ahora, soportando este capricho del destino.

–¿Es cierto que, ya en hospital, usted quiso tirarse por la ventana de su habitación?

–Sí. No le encontraba sentido a mi vida. Quería irme con Arango, era ese mi más grande deseo en aquel momento; enloquecí, no sé decirlo más claro.

–¿Qué les diría usted a los que siguen viajando todos los días en el avión?

–Que lo hagan, pero yo el día que me vaya para México, me iré en barco.

–¿De quién se acordó usted cuando estaba malherido en el barranco que ha citado?

–De mi madre, el único ser al que hubiera querido abrazar en aquel momento, antes de morirme. Eran muchas las preguntas y, el moderador del acto hizo un receso para que ‘El Mago’ descansara, tomara un vaso de agua fresquita y, por supuesto, saboreara su puro.

Pla Ventura