Al día siguiente de la aparición de Rodolfo frente a las cámaras, sin que él lo pretendiera se formó un tremendo revuelo alrededor de su persona. En el propio hotel se le admiraba como a nadie; se tornó todo un icono para los huéspedes de Sheraton. Si ya era conocido, tras aparecer en televisión en esta segunda ocasión, su popularidad creció como la espuma. ‘El Mago’ se levantó muy tempranito. Tenía deseos de pasear. Quería contarle al mundo su felicidad. Sus sueños se estaban convirtiendo en realidad y su dicha no podía ser más grande.

Bien vestido, con esa elegancia tan personal como auténtica, se dirigió en la búsqueda de lo desconocido. No iba hacia ninguna parte; no tenía meta fija, pero sí deseos de contactar con la gente. Rodolfo ha sido siempre un comunicador por excelencia; en los ruedos y en la calle. Allí, en la calle donde paseaba, se encontró con un niñito desvalido.

–¿Adónde vas, chamaquito? –preguntó ‘El Mago’.

–No lo sé, señor. Me ha dicho mi mamá que saliera a la calle y que buscara en la basura; no tenemos para comer.

–¿Dónde vives?

–A siete manzanas de acá. En la villa.

–¿No conoces el Centro para Niños Desvalidos?

–No, señor; no conozco nada; sólo sé que tengo hambre.

–Ven, yo te acompañaré. Una vez más, la dádiva generosa de Rodolfo aparecía de nuevo; si ya en su momento entregó sus emolumentos a dicho centro de niños desvalidos, ahora tenía la oportunidad de llevar a dicho lugar a este niñito hambriento. ‘El Mago’ tomó la manita del niño y la imagen no podía ser más tierna; al poco rato, el niño en cuestión estaba siendo atendido en el referido centro en el que Rodolfo era venerado con agradecimiento.

Su ingente ayuda les había mitigado muchos males y su directora, doña Cristina González, le estaba muy agradecida. Ellos ayudaron al niño, le dieron comida, le prestaron atención y, lo que es mejor, le dieron la oportunidad para que a diario pasara por allí para recoger la comida que le prepararían para él y su familia. ‘El Mago’ se sentía realizado cada vez que podía ayudar a alguien y, si se trataba de un niño pequeño, su dicha era todavía más grande.

Salía del centro mencionado y su alegría lo desbordaba; un niño menos que pasa hambre, se decía para sus adentros. De repente, como si de un aviso en su alma se tratase, ‘El Mago’ sintió algo muy especial; sentía que debía acudir a la casa de la madre de Luis Arango para darle un abrazo y hablar un rato con ella. Sabía que dicha señora estaría rota por el dolor y, ante todo, intentaría reconfortarla con su presencia. Buscó en los bolsillos de su chaqueta y allí tenía unos papelitos con unas direcciones; calle 52, número 435, piso 5, era el domicilio de doña María.

Preguntó al primer viandante que encontró y le indicaron el trayecto; quedaba relativamente cerca de donde él se encontraba; no hacía falta tomar taxi alguno. Así, en un paseo delicioso, al poco tiempo estaba frente a la casa. El corazón se le había encogido antes de llamar. Sabía que tenía que ser muy fuerte porque, posiblemente, las emociones de doña María nadie sabía cómo podían derivar. De pronto, apurando sus impulsos, llamó al megáfono de la portería. Y se dejó escuchar el timbre reiterativo del aparato.

–¿Quién vive? –se escuchó preguntar a una voz femenina desde arriba.

–¡Doña María, soy ‘El Mago’! –dijo el diestro. Hubo un breve silencio, y luego esa misma voz emocionada dijo:

–Suba, por favor. ‘El Mago’ entró al edificio y se dirigió raudo hacia el quinto piso. Allí lo espera ya con la puerta abierta la madre de Luis Arango; una señora muy cabal y sufrida, que si bien denotaba las huellas del dolor en su rostro, sobrellevaba el mismo con total hidalguía.

–¡Qué gusto saludarlo! –dijo doña María cuando abrazó al diestro. Lo hizo pasar a la sala de estar y, mientras bajaba un poco la mirada para que ‘El Mago’ no notara cómo habían asomado al balcón de sus ojos tristes y cansados un puñado de lágrimas, la noble señora esgrimió una disculpa por no haber concurrido al hospital a saludarlo, a darle ánimo. No pudo hacerlo porque no tenía para darle ni una pizca. Sin embargo le aclaró que no hubo ni siquiera un solo día en el que ella no le pidiera a Dios la mayor de las benevolencias para que él alcanzase su total curación.

Una carta le dijo que le mandó, y Rodolfo asintió con la cabeza, manteniendo entre sus fuertes manos y contra su pecho las manos de esa madre que de un día para otro y repentinamente, se habían quedado tan solas y vacías de caricias. ‘El Mago’ no pudo evitar sentir una tremenda emoción y si no hubiera sido porque no quiso ocupar el lugar del que necesita ser consolado, hubiese soltado sin vergüenza la opresiva pena que sentía en el medio de su agitado pecho.

-Con gusto hubiese cambiado lugar con su cuate, ya que mal que mal él su vida ya la había vivido y el joven Luis apenas había comenzado. Al igual que su dulce novia, tan solo un tierno capullito recién asomado al mundo del amor y de la vida.

Pero no dijo nada porque pensó en su madre y le faltó valor para imaginar que, si él hubiese muerto, las lágrimas vertidas serían las de su propia madre. Apartó entonces inmediatamente aquella idea de su cabeza y la reemplazó por la de “Dios sabrá por qué hace que suceda lo que sucede”.

–Soy yo el honrado ante su presencia, señora. Sentí la necesidad de darle este abrazo; yo soy consciente de que la vida la ha golpeado muy duro y, por el amor de Dios, quiero que usted se sienta reconfortada – si le es posible, aunque mal no sea, por unos breves instantes– con mi humilde presencia. No existe quien sobre la faz de esta Tierra le pueda devolver a sus hijos; pero quiero creer que si Dios los llamó primero a su lado, con toda seguridad es porque el Paraíso estaba necesitado de almas buenas y allí andarán ellos dos gozando de la eternidad y de la bondad y el amor absoluto de Dios, que en definitiva todo lo puebla.

La mujer rompió a llorar con pequeños y sosegados sollozos que se dejaron oír en el recinto, pero aun así su valiente espíritu se repuso y recuperando la compostura suficiente, tomó valor para preguntarle al Mago, con apenas un hilito de voz:

–¿Cómo conoció usted a mi hijito? –Fue él, doña María, el que se acercó a mí. Estaba yo internado en una clínica de desintoxicación –yo era alcohólico – y Luis Arango, su bondadoso hijo, se acercó hasta allí para conocerme y darme el aliento y el estímulo necesario, para que yo recuperara mi autoestima perdida y me decidiera a volver a vivir la vida; su actitud y su proceder me ayudaron muchísimo a salir de ese pozo donde yo solito me había metido, e incluso hasta me brindó un toro el día de su confirmación en La México.

-Esas cosas, señora, no se olvidan jamás. Y fue así que nos tratamos y, de repente, ya éramos amigos. Imagínese la gratitud que yo siento por su chamaquito. Por dicha razón, cuando me enteré del accidente de su otro hijo, el que murió en la fábrica de armas, no dudé en acompañar a Luis hasta aquí. Luego, pasó lo que pasó y nos duele recordar y, como si de un capricho de Dios se tratase, aquí me tiene usted a mí, que tras haberme salvado de la tragedia, quiero hacer de cada instante de tiempo que me reste un canto de alabanza y agradecimiento a la vida y a Dios. Nunca más volveré a caer en desperdicio de tiempo alguno. He decidido vivir con intensidad y arte cada instante extra que, desde aquel momento que tomé consciencia de lo volátil y efímero de mi existencia, Dios me sigue regalando –cada día nuevo que para mí hace que amanezca.

–Siento un gran respeto por usted, Rodolfo. Siento que su noble corazón podrá con todo; sus acciones presentes así lo demuestran. Me he quedado muy sola y yo sé que ni siquiera el tiempo podrá curar ésta herida tan grande que llevo en el alma. Pese a toda mi pena, estoy contenta por usted Rodolfo. Me han dicho que ha sido usted contratado para que aquí, en Colombia, nos muestre su arte. Pude ver anoche su entrevista en televisión y quedé maravillada con su forma tan espontánea y natural de ser. Se expresó usted muy correctamente; y esa gracia tan particular suya nos caló a todos. Le juro que, cuando usted me mandó aquellas palabras, mis ojos se llenaron de lágrimas de agradecimientos por lo considerada que me hizo sentir dentro de su corazón, tan sólo por ser la madre de mi amado Luisito; lo que yo menos esperaba es que me nombrara para darme ánimo estando usted frente a las cámaras. Yo sé que ‘El Mago’ es un ídolo por muchas razones; y me basta recordar los pósters y carteles que Luisito colgaba en su cuarto y que daban cuenta de su trayectoria y de toda la admiración que mi hijo le tenía. Por lo tanto que su persona se acordara de mí en ese momento, lo dice todo de usted, porque habla de su bendita humildad y de su bella condición de ser humano.

–Gracias, doña María; es usted muy generosa conmigo. Quiero, necesito, hacer por usted alguna cosa que la reconforte un poquito al menos y sí, le aseguro, que antes de marcharme de Colombia la visitaré de nuevo y espero que Dios me ayude porque, al volver, le quiero dar una bonita sorpresa. Yo quise y seguiré queriendo para siempre mucho a Luis. Era tan buen chamaquito y tan excelente persona que me cautivó con su amistad y además, por cierto, ¡qué bien toreaba su hijo, estimada Señora! Quede usted con Dios, valiente dama y, repito, nos volveremos a ver.

–Gracias, Rodolfo. Espero volverlo a ver antes de que retorne a su México natal, pero nada es preciso que haga usted por mí… O sí, hay una sola cosa, que me reconfortaría, y es saber que cumple usted con su promesa a sí mismo de aprovechar de aquí en más, y hasta cuando sea su hora de irse también de este mundo, el tiempo extra que Dios le regaló aquel día, que ni usted ni yo podemos recordar sin que una punzada de dolor nos embargue el corazón. ¡Vaya siempre usted con Dios a todas partes y que Él nunca deje de bendecirlo! Hasta pronto.

Pla Ventura