Tras haber realizado el paseíllo, Rodolfo Martín tuvo que corresponder a la atronadora ovación que le dedicó el público. Montera en mano y sujetando con la otra el capote de brega, su arma creativa frente al toro, como él denomina a los trebejos toreros, saludó a los aficionados que, como enloquecidos, esperaban a que la magia de Rodolfo hiciera su aparición en dicho ruedo. Sonaba la música en señal de alegría; el cielo estaba despejado, no soplaba ni una pizca de viento, por tanto, el ambiente para el desarrollo del espectáculo no podía ser más lindo.

Metidos los diestros dentro de la barrera, a la espera de que saliera el primer toro de la tarde, Rodolfo se desplazó un poquito por dentro del callejón; sus ojos buscaban a una persona a la que él previamente había invitado. Como quiera que él no hubiera toreado nunca en dicho recinto, no acertaba a divisar el lugar exacto donde se encontraba la mujer a la que amaba que no era otra que Judith. Allí estaba ella, en la barrera del tendido seis, un lugar privilegiado de la plaza. Rodolfo besó su mano mientras ella le deseaba suerte; es cierto que Judith era presa de sus nervios.

Para ella era un acontecimiento muy importante; pero la importancia la entendía ella por aquello de que el hombre que amaba se tenía que jugar la vida. ‘El Mago’, tras besar su mano, le guiñó un ojo en señal de complicidad mientras le dijo: «No temas, amor; no pasa nada, estamos aquí para crear arte». Pronto se situó el diestro a la altura de sus compañeros que, como asustados por la responsabilidad que les invadía, sentían que sus nervios les devoraban. Rodolfo impartía tranquilidad; daba la sensación de que todos habían acudido a una fiesta, antes que a un juego con la muerte.

Sonaron clarines y timbales que daban salida al primer toro de la tarde. Apareció el primer enemigo de Rodolfo, un cárdeno bragado, alto de agujas y con una lámina de auténtico toro bravo. ‘El Mago’ no dejó que sus peones tocaron al toro y, de repente, estaba él frente a su enemigo, endilgándole unas verónicas de ensueño. Por el pitón derecho el toro se desplazaba mejor y por dicho lado se recreó Rodolfo, creando unos lances inolvidables. La plaza ardía de pasión. Las ovaciones eran atronadoras. ‘El Mago’ sonreía; estaba feliz.

Tras ser picado el toro, una vez más, el diestro le enjaretó un quite por chicuelinas que prendió todavía mucho más la llama de la pasión que allí se estaba viviendo. Una vez acabado el quite, ‘El Mago’ le recetó una media verónica al toro y, en una larga revolera, se ciñó el capote sobre su hombro, saliendo airoso de la cara del toro. Otra ovación acompañó al diestro hasta la barrera. Lo que los aficionados caleños no sospechaban era que ‘El Mago’, entre otras muchas sorpresas, les iba a obsequiar con un tercio de banderillas; es decir, sería él el encargado de banderillear al toro como tantas veces hiciera en su México amado.

Pidió los palitroques y salió andando frente al toro; ceremonioso, como un oficiante ante su liturgia. Una breve carrerita del diestro propició que el toro le embistiera y dejara el par de banderillas en lo alto del morrillo, siendo aclamado el diestro. La misma tónica siguió en los otros dos pares de garapullos que, con majeza y arte, prendió en lo alto del toro. La plaza hervía de pasión y, como algo muy inusual en todos los diestros del mundo, el público le obligó a dar una vuelta el ruedo antes de empezar su faena de muleta.

Uno de sus peones sujetaba al toro mientras que ‘El Mago’, lleno de gloria, saboreaba los primeros compases de lo que más tarde sería su éxito inenarrable. Era ya el turno para con la muleta; digamos que el momento cumbre de todo diestro en que, con el ‘trapo’ pequeño, tiene que crear arte; tarea nada sencilla, pero tan bella a su vez. Rodolfo cogió la muleta, la espada y la montera, pidió permiso al señor presidente de la corrida y, como era preceptivo, se acercó hasta la barrera donde se hallaba Judith, que sería la receptora del primer brindis de la tarde.

–Va por ti, mi amor; voy a intentar crear una faena tan bella como tus lindas canciones para que, juntos, cantemos la melodía del amor–

Así quedó el brindis del matador a su amada. No contento con haberle dedicado el brindis a su amada, aclamado por el público como estaba siendo, Rodolfo, hombre sin ningún prejuicio, acto seguido les dedicó la faena, ya en segundo lugar, a todos los aficionados caleños. La plaza estaba puesta en pie aclamando al ídolo. Lo que habían presenciado hasta el momento los había cautivado; apenas era nada para lo mucho que quedaba. El toro tenía buen son, como suele decirse en el argot, y su buen ritmo en el galope hacía presagiar su bravura, justamente la que había anunciado cuando ‘El Mago’ lo había toreado con el capote. Rodolfo se situó en el centro del ruedo para citar al toro desde lejos. Éste arrancó como una fiera y, cuando ya estaba prácticamente a la altura del diestro, le enjaretó un pase cambiado por la espalda. De escalofrío resultó dicho pase en el que, una vez más, el diestro se jugaba la vida limpiamente. Erguido como una estatua, citaba ‘El Mago’ a su oponente para embarcarlo en unos suaves derechazos que, llenos de temple por aquello de acompasar la embestida del toro al ritmo de su muleta, alcanzaban el rango de mágicos. Una y otra vez, el toro quería ser el más fiel ‘amigo’ del diestro para que éste lograra la apoteosis del triunfo que tanto había soñado.

Sus embestidas, por ambos pitones, eran pura delicia; un sentido trincherazo enloqueció a los espectadores; mucha era la magia que desprendía la muleta de Rodolfo para que la plaza se convirtiera en un auténtico manicomio, puesto que los aficionados, más que aplaudir, lloraban de la felicidad que sentían en sus corazones. ‘El Mago’ cogió la muleta en su mano izquierda para dibujar unos naturales bellísimos; todo era a compás, con arte, duende, misterio…todo un compendio de creatividad constante que tenía cautivado al público.

‘El Mago’ hacía ademanes sugerentes; se inclinaba como pidiendo perdón por tanto arte como brotaba de sus manos y sentidos. Todo un personaje este diestro que, con su arte y sentimientos, arrebata al público como nadie en el mundo. Cali estaba a sus pies. Tras muchas series de muletazos por ambos pitones, el toro no paraba de embestir; era una máquina perfecta en sus arrancadas; el diestro creaba una serie de pases insospechados mientras que el público, conectado por completo con la labor del diestro, de pronto estaba pidiendo el indulto del toro; ciertamente, un animal con aquel torrente de bravura y acometividad para que el diestro lograra el triunfo, merecía el premio de que se le perdonara la vida.

El presidente del festejo accedió a la petición de los aficionados, y Buenasuerte, que así se llamaba el toro, volvió vivo a los corrales para ser trasladado de nuevo a la ganadería. Tras toda la apoteosis vivida, se le entregaron al Mago los máximos trofeos, en esta ocasión, con carácter simbólico, para dar tres apoteósicas vueltas al ruedo siendo aclamado como nunca. Las vueltas del Mago suelen ser eternas; como saboreando en breves sorbos aquel torrente de cariño el que deseaba que no se acabara nunca. Sombreros, prendas de vestir, regalos; de todo le lanzaban desde los tendidos para aclamarle. En esta ocasión, una bandera colombiana cubría su cuerpo como señal de gratitud hacia toda Colombia y, de forma muy concreta, a este Cali que lo admiró como nunca antes habían consentido a nadie.

Pla Ventura