Había finalizado el festejo, y los aficionados decidieron sacar en hombros al Mago; su gran éxito contra su primer enemigo y la decisión ante su segundo toro fueron los detonantes para que el público quedara cautivado. Un tumulto de gente apapachaba al diestro que, desmadejado como estaba por la voltereta sufrida, hubiera dado todo por salir de la plaza por su propio pie, pero el éxito tiene un precio que Rodolfo, como otros, consiente pagar.

Había sido tan grande y emotivo lo realizado esa tarde en la plaza que los aficionados lo llevaron en volandas hasta el mismo hotel; y esto fue un perfecto vía crucis para ‘El Mago’, pero con el corazón repleto de satisfacción ante las faenas que había llevado a cabo. Una vez en el hotel, para su dicha, allí se había congregado todo el mundo para verlo; unos porque habían saboreado su éxito y, los más, porque querían saludarlo y tomarse una foto con él, porque lo consideraban un ídolo. En el mismo hall, ‘El Mago’ divisó a Judith, que había llegado con un taxi para esperarlo. Él, al verla, se abalanzó junto a ella para darle un fuerte abrazo y, de soslayo, besar sus labios. Abrazarse resultaba complicado ante el gentío que los rodeaba.

Había aficionados, periodistas, gente del toreo, artistas de toda índole; jamás antes un torero había despertado semejante expectación. ‘El Mago’ era reclamado en ese lugar como nunca antes le había sucedido. Rodolfo permanecía atento a todo lo que estaba ocurriendo. De pronto, pidió la megafonía del hotel para dirigirse a la multitud que lo esperaba.

–Amigos todos: les pido que me tengan un poquito de paciencia que, como comprenderán, tengo que sacarme este traje, arreglarme y en un ratito nomás estoy nuevamente aquí con todos ustedes; es más, así lo deseo para que con una rueda de prensa conversemos de lo que ha sido el festejo y, ante todo, de lo que ustedes prefieran.

Una fuerte ovación acompañó al diestro mientras subía por el ascensor para llegar a su habitación. Ya en la misma, Rodolfo se dejó caer sobre la cama. Estaba roto por el viaje que a hombros de los costaleros le supuso una paliza inmensa. Carlos Martínez, su mozo de espadas lo instó para que se despojara del vestido, que tomara un zumo de naranja, que se duchara y, como había prometido, que bajara lo más pronto posible para compartir esa entrevista con los periodistas.

Judith estaba en la habitación como testigo de todos los movimientos de su amado y su ayudante. Ella lo miraba con ternura; y, a la par que lo hacía, se preguntaba a sí misma: ¿cómo fue que en tan poco tiempo pudo conquistarla, de esta manera tan fulminante, Rodolfo? Era un flechazo, sin lugar a dudas, en el que Cupido había trabajado a destajo para que un hombre y una mujer sintieran la más linda atracción de uno para el otro y viceversa. Mientras esperaba a Rodolfo y lo veía acicalarse, por la mente de Judith pasaban ideas de todo tipo; “se marchará a México y no nos volveremos a ver”; “conocerá a otra mujer y me dejará”; “igual, puede que tal vez, lo coja un toro y muera en la plaza”. Éstos y mil pensamientos más atormentaban a la muchacha que, completamente enamorada, esperaba con ilusión a su amado para acompañarlo abajo y, juntos, saborear la gloria del éxito que el diestro había obtenido en la plaza de toros; un triunfo que, lógicamente, tenía su continuidad entre el gentío del hotel.

Una vez perfectamente arreglado y perfumado, ‘El Mago’ bajó hasta el gran salón donde lo esperaban los periodistas. Llegó, lógicamente, del brazo de su amada, y los fotógrafos disparaban sus cámaras para inmortalizar el momento. Rodolfo, como era costumbre en él, vestía un traje a rayas, lucía su peculiar sombrero y el grueso habano en la boca; y ya se lo veía dispuesto para atender a todos los periodistas. Por su mente se dibujaban escenas increíbles; no acertaba a comprender cómo en tan poco tiempo su vida había dado este giro tan maravilloso e inesperado; pudo haber muerto en el accidente y, sin embargo, Dios lo quiso dejar aquí, en Colombia convertido, en un ídolo admirado en este bello país y más concretamente en esta bella ciudad vallecaucana.

Antes de que empezara la entrevista en la que todos los periodistas querían interrogarlo, Gabriel Asunción Juárez, el célebre narrador colombiano, aficionado a la mejor fiesta del mundo, no dudó en acercarse y darle un fuerte abrazo. ‘El Mago’, hombre humilde, pero de gran cultura, lo reconoció en el acto.

–Es usted Gabriel Asunción Juárez, ¿verdad? El afamado escritor que narró aquella inolvidable novela titulada, ‘El amor como meta’.

–Maestro, –respondió Asunción Juárez–no sea ceremonioso; el importante aquí es usted, que se ha jugado la vida para crear tan sublime obra de arte con este compendio de pases magistrales que ha dado en nuestro ruedo esta tarde y que para nuestra dicha nos ha dejado un recuerdo inolvidable. Me siento halagado de estar esta noche junto a usted; ya lo admiraba yo cuando estaba usted en México y, fíjese, al poder gozarlo ahora aquí, en Colombia, la dicha que siento es inenarrable.

–Gracias, Asunción –dijo Rodolfo. Hablamos, si usted gusta, largo y tendido, dentro de un rato cuando acabe la rueda de prensa. Y si le parece bien, lo invito también a cenar. ¿Le apetece la idea?

Pla Ventura